sábado, 30 de agosto de 2014

Olvido, recuerdo, heridas y víctimas.

30 de agosto de 2014, Día Internacional de las víctimas de desapariciones forzadas. 

En días como éste es una obligación democrática recordar a quienes, en España, "fueron" desaparecidos por defender la República.

Ha pasado ya muchos años desde que el fascismo, por medio de un golpe de estado, hizo su entrada en este país. Han transcurrido casi 40 años, desde que cerramos en falso con el régimen franquista e iniciamos la "modélica transacción española".

Este año, la Organización de Naciones Unidas ha advertido al gobierno español sobre graves incumplimientos en relación a la verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición con las víctimas del franquismo, y da un plazo de 90 días para que el ejecutivo exponga cómo va a cumplir con nuestra memoria democrática. Estos incumplimientos hacen que nuestra herida continúe abierta y que sangre en cada cuneta, barranco o fosa común donde yacen enterrados aquéllos que, plantando cara al fascismo, lucharon por la República hasta desaparecer en las entrañas del país que les vio nacer.

A algunos no les pareció suficiente el trabajo que realizaron durante la dictadura no sólo para que olvidáramos sino también para que tuviésemos miedo de recordar. Esa gente, que tantos años nos atemorizó, continúa diciéndonos que olvidemos a nuestras víctimas, que no debemos reabrir viejas heridas. Una herida que lleva sangrando, y supurando durante 78 años hay que tratarla y desinfectarla para que algún día pueda llegar a desaparecer.

Nos hablan de olvidar aquéllos que se empeñan en que recordemos que ganaron la guerra: rindiendo homenajes a los que sembraron el terror en cada punto de España, dedicando calles a quienes asesinaron a miles de republicanos, dando dinero a fundaciones que jamás debieran existir en un país democrático, protegiendo a los que debieran ser juzgados por torturas y genocidio... Nos hablan de olvidar quienes más trabajan para que les recordemos.

Las víctimas del franquismo no olvidan a sus torturadores; no porque no quieran sino porque no pueden. Nuestras víctimas van envejeciendo con la tristeza de ver que siguen siendo olvidadas. Nos van dejando discreta y silenciosamente sin haber recibido la justicia que se les prometió durante años. Nosotros nos quedamos solos, huérfanos de luchadores. Es, por ello, que el informe de la ONU urge a España a que "adopte como inmediata prioridad la búsqueda de la verdad y en particular sobre la suerte y el paradero de las personas desaparecidas".

¿Tomará nota el gobierno de ésta y otras recomendaciones o seguirá mirando hacia otro lado y echando sal en nuestra herida abierta?

Silvia Gambarte



Patas Arriba (IX). Lecciones contra los vicios inútiles


El desempleo multiplica la delincuencia, y los salarios humillantes la estimulan. Nunca tuvo tanta actualidad el viejo proverbio que enseña: El vivo vive del bobo, y el bobo de su trabajo. En cambio, ya nadie dice, porque nadie lo creería, aquello de trabaja y prosperarás

El derecho laboral se está reduciendo al derecho de trabajar por lo que quieran pagarte y en las condiciones que quieran imponerte. El trabajo es el vicio más inútil. No hay en el mundo mercancía más barata que la mano de obra. Mientras caen los salarios y aumentan los horarios, el mercado laboral vomita gente. Tómelo o déjelo, que la cola es larga. 


Empleo y desempleo en el tiempo del miedo 

La sombra del miedo muerde los talones del mundo, que anda que te anda, a los tumbos, dando sus últimos pasos hacia el fin de siglo. Miedo de perder: perder el trabajo, perder el dinero, perder la comida, perder la casa, perder: no hay exorcismo que pueda proteger a nadie de la súbita maldición de la mala pata. Hasta el más ganador puede, de buenas a primeras, convertirse en perdedor, un fracasado indigno de perdón ni compasión. 


¿Quién se salva del terror a la desocupación? ¿Quién no teme ser un náufrago de las nuevas tecnologías, o de la globalidad, o de cualquier otro de los muchos mares picados del mundo actual? Los oleajes, furiosos, golpean: la ruina o la fuga de las industrias locales, la competencia de la mano de obra más barata de otras latitudes, o el implacable avance de las máquinas, que no exigen salario, ni vacaciones, ni aguinaldo, ni jubilación, ni indemnización por despido, ni nada más que la electricidad que las alimenta. 

El desarrollo de la tecnología no está sirviendo para multiplicar el tiempo de ocio y los espacios de libertad, sino que está multiplicando la desocupación y está sembrando el miedo. Es universal el pánico ante la posibilidad de recibir la carta que lamenta comunicarle que nos vemos obligados a prescindir de sus servicios en razón de la nueva política de gastos, o debido a la impostergable reestructuración de la empresa, o porque sí nomás, que ningún eufemismo alivia el fusilamiento. Cualquiera puede caer, en cualquier momento y en cualquier lugar; cualquiera puede convertirse, de un día para el otro, en un viejo de cuarenta años. 

En su informe sobre los años 96 y 97, dice la OIT, la Organización Internacional del Trabajo, que «la evolución del empleo en el mundo sigue siendo desalentadora». En los países industrializados, el desempleo sigue estando muy alto y aumentan las desigualdades sociales, y en los llamados países en desarrollo, hay un progreso espectacular del desempleo, una pobreza creciente y un descenso del nivel de vida. «De ahí que cunda el miedo», concluye el informe. Y el miedo cunde: el trabajo o la nada. A la entrada de Auschwitz, el campo nazi de exterminio, un gran cartel decía: El trabajo libera. Más de medio siglo después, el funcionario o el obrero que tiene trabajo debe agradecer el favor que alguna empresa le hace permitiéndole romperse el alma día tras día, carne de rutina, en la oficina o en la fábrica. Encontrar trabajo, o conservarlo, aunque sea sin vacaciones, ni jubilaciones, ni nada, y aunque sea a cambio de un salario de mierda, se celebra como si fuera milagro. 



San Cayetano es el que más gente convoca en Argentina. Acuden las multitudes a implorar trabajo al patrono de los desempleados. Ningún otro santo, ni santa, tiene tanta clientela. Entre mayo y octubre del 97, aparecieron nuevas fuentes de trabajo. No se sabe si fue obra de san Cayetano o de la democracia: se venían las elecciones legislativas, y el gobierno argentino apabulló al santo repartiendo medio millón de empleos a diestra y siniestra. Pero los empleos, que pagaban salarios de doscientos dólares mensuales, duraron poco más que la campaña electoral. Algún tiempo después, el presidente Menem aconsejó a los argentinos que jugaran al golf, porque eso distrae y afloja los nervios. 

Cada vez hay más desocupados en el mundo. Al mundo le sobra cada vez más gente. ¿Qué harán los dueños del mundo con tanta humanidad inútil? ¿La mandarán a la luna? A principios del 98, las gigantescas manifestaciones en Francia, Alemania, Italia y otros países europeos ganaron los titulares de la prensa mundial. Algunos desempleados desfilaron metidos dentro de las bolsas negras de la basura: era la puesta en escena del drama del trabajo en el mundo actual. En Europa, todavía hay subsidios que alivian la suerte de los desocupados; pero el hecho es que uno de cada cuatro jóvenes no consigue empleo fijo. El trabajo en negro, al margen de la ley, se ha triplicado en Europa en el último cuarto de siglo. En Gran Bretaña, son cada vez más numerosos los trabajadores que permanecen en sus casas, siempre disponibles y sin cobrar nada, hasta que suena el teléfono. Entonces trabajan por un tiempo, al servicio de una agencia contratista. Después, vuelven al hogar, y sentados esperan que el teléfono suene nuevamente. 



La globalización de una galera, donde las fábricas desaparecen por arte de magia, fugadas a los países pobres; la tecnología que reduce vertiginosamente el tiempo de trabajo necesario para la producción de cada cosa, empobrece y somete a los trabajadores, en lugar de liberarlos de la necesidad y de la servidumbre; y el trabajo ha dejado de ser imprescindible para que el dinero se reproduzca. Son muchos los capitales que se desvían hacia las inversiones especulativas. Sin transformar la materia, y sin tocarla siquiera, el dinero se reproduce con más fecundidad haciendo el amor consigo mismo. Siemens, una de las mayores empresas industriales del mundo, está ganando más con sus inversiones financieras que con sus actividades productivas.

En los Estados Unidos hay mucha menos desocupación que en Europa, pero los nuevos empleos son precarios, mal pagados y sin protección social. «Lo veo entre mis alumnos», dice Noam Chomsky. «Ellos temen que, si no se comportan como es debido, nunca conseguirán trabajo, y eso tiene un efecto disciplinario». Sólo uno de cada diez trabajadores tiene el privilegio de un empleo permanente, y a tiempo completo, en las quinientas empresas norteamericanas de mayor magnitud. De cada diez nuevos empleos que se ofrecen en Gran Bretaña, nueve son precarios; en Francia, ocho de cada diez. La historia está pegando un salto de dos siglos, pero hacia atrás: la mayoría de los trabajadores no tiene, en el mundo actual, estabilidad laboral ni derecho a la indemnización por despido; y la inseguridad laboral derrumba los salarios. Seis de cada diez norteamericanos están recibiendo salarios inferiores a los salarios de hace un cuarto de siglo, aunque en estos veinticinco años la economía de los Estados Unidos ha crecido un cuarenta por ciento.

A pesar de esto, miles y miles de braceros mexicanos, los espaldas mojadas, siguen atravesando el río de la frontera y siguen arriesgando la vida en busca de otra vida. En un par de décadas se ha duplicado la brecha entre los salarios de los Estados Unidos y los de México. La diferencia era de cuatro veces; ahora, de ocho. Como bien saben los capitales que emigran al sur en busca de brazos baratos, y como bien saben los brazos baratos que intentan emigrar al norte, el trabajo es, en México, la única mercancía que cada mes baja de precio. En estos últimos veinte años, buena parte de la clase media ha caído en la pobreza, los pobres han caído en la miseria y los miserables se han caído de los cuadros estadísticos. La estabilidad de los que tienen trabajo está garantizada por la ley, pero en los hechos depende de la Virgen de Guadalupe. 

La precariedad en el empleo, factor principal, junto a la desocupación, de la crisis de los salarios, es universal como la gripe. Se padece en todas partes, y a todos los niveles. Nadie está a salvo. Ni siquiera respiran en paz los trabajadores especializados en los sectores más sofisticados y dinámicos de la economía mundial. También allí, la contratación a destajo está sustituyendo velozmente los empleos fijos. En las telecomunicaciones y la electrónica, ya están funcionando las empresas virtuales, que necesitan muy poca gente. Las tareas se realizan de computadora a computadora, sin que los trabajadores se conozcan entre sí y sin que conozcan a sus empleadores, fugitivos fantasmas que no deben obediencia a ninguna legislación nacional. Los profesionales altamente calificados están tan condenados a la incertidumbre y a la inestabilidad laboral como cualquier hijo de vecino, aunque ganen mucho más y aunque sean los niños mimados, siempre abstractos, de las revistas que elogian los milagros de la tecnología en la era de la felicidad universal.

El miedo a la pérdida del empleo, y la angustia de no encontrarlo, no son para nada ajenos a un disparate que las estadísticas registran, y que sólo puede parecer normal en un mundo que ha perdido todos los tornillos. En los últimos treinta años, los horarios de trabajo declarados, que suelen ser inferiores a los horarios reales, aumentaron notablemente en Estados Unidos, Canadá y Japón, y sólo disminuyeron, un poco, en algunos países europeos. Éste es un alevoso atentado contra el sentido común, cometido por el mundo al revés: el asombroso aumento de la productividad operado por la revolución tecnológica no sólo no se traduce en una evolución proporcional de los salarios, sino que ni siquiera disminuye los horarios de trabajo en los países de más alta tecnología. En los Estados Unidos, las frecuentes encuestas indican que el trabajo es, actualmente, la principal fuente de stress, muy por encima de los divorcios y del miedo a la muerte, y en Japón el karoshi, el exceso de trabajo, está matando diez mil personas por año.

Cuando el gobierno de Francia decidió, en mayo del 98, reducir la semana laboral de 39 a 35 horas, dando así una elemental lección de cordura, la medida desató clamores de protesta entre empresarios, políticos y tecnócratas. En Suiza, que no tiene problemas de desempleo, me tocó asistir, hace algún tiempo, a un acontecimiento que me dejó turulato. Un plebiscito propuso trabajar menos horas sin disminuir los salarios, y los suizos votaron en contra. Recuerdo que no lo entendí, confieso que sigo sin entenderlo todavía. El trabajo es una obligación universal desde que Dios condenó a Adán a ganarse el pan con el sudor de su frente, pero no hay por qué tomarse tan a pecho la voluntad divina. Sospecho que este fervor laboral tiene mucho que ver con el terror al desempleo, aunque en el caso de Suiza el desempleo sea una amenaza borrosa y lejana, y con el pánico al tiempo libre. Ser es ser útil, para ser hay que ser vendible. El tiempo que no se traduce en dinero, tiempo libre, tiempo de vida vivida por el placer de vivir y no por el deber de producir, genera miedo. Al fin y al cabo, eso nada tiene de nuevo. El miedo ha sido siempre, junto con la codicia, uno de los dos motores más activos del sistema que otrora se llamaba capitalismo. El miedo al desempleo permite que impunemente se burlen los derechos laborales. La jornada máxima de ocho horas ya no pertenece al orden jurídico, sino al campo literario, donde brilla entre otras obras de la poesía surrealista; y ya son reliquias, dignas de ser exhibidas en los museos de arqueología, los aportes patronales a la jubilación obrera, la asistencia médica, el seguro contra accidentes
de trabajo, el salario vacacional, el aguinaldo y las asignaciones familiares. Los derechos laborales, legalmente consagrados con valor universal, habían sido, en otros tiempos, frutos de otros miedos: el miedo a las huelgas obreras y el miedo a la amenaza de la revolución social, que tan al acecho parecía. Pero aquel poder asustado, el poder de ayer, es el poder que hoy por hoy asusta, para ser obedecido. Y así se rifan, en un ratito, las conquistas obreras que habían costado dos siglos. 

El miedo, padre de familia numerosa, también genera odio. En los países del norte del mundo, suele traducirse en odio contra los extranjeros que ofrecen sus brazos a precios de desesperación. Es la invasión de los invadidos. Ellos vienen desde las tierras donde una y mil veces habían desembarcado las tropas coloniales de conquista y las expediciones militares de castigo. Los que hacen, ahora, este viaje al revés, no son soldados obligados a matar: son trabajadores obligados a vender sus brazos en Europa o al norte de América, al precio que sea. Viene de África, de Asia, de América latina y, en estos últimos años, después de la hecatombe del poder burocrático, también vienen del este europeo. 


En los años de la gran expansión económica europea y norteamericana, la prosperidad creciente exigía más y más mano de obra, y poco importaba que los brazos fueran extranjeros, mientras trabajaran mucho y cobraran poco. En los años del estancamiento, o del 
crecimiento enfermo y amenazado por la crisis, los huéspedes inevitables se han vuelto intrusos indeseables: huelen mal, hacen ruido y quitan empleos. Esos trabajadores, chivos emisarios de la desocupación y de todas las desgracias, están también condenados al miedo. Varias espadas penden sobre sus cabezas: la siempre inminente expulsión del país adonde han llegado, huyendo de la vida penosa, y la siempre posible explosión del racismo, sus advertencias sangrientas, sus castigos: turcos incendiados, árabes acuchillados, negros baleados, mexicanos apaleados. Los inmigrantes pobres realizan las tareas más pesadas y peor pagadas, en los campos y en las calles. Después de las horas de trabajo, vienen las horas de peligro. Ninguna tinta mágica los baña para hacerlos invisibles. 

Paradójicamente, muchos trabajadores del sur del mundo emigran al norte, o intentan contra viento y marea esa aventura prohibida, mientras muchas fábricas del norte emigran al sur. El dinero y la gente se cruzan en el camino. El dinero de los países ricos viaja hacia los países pobres atraído por los jornales de un dólar y las jornadas sin horarios, y los trabajadores de los países pobres viajan, o quisieran viajar, hacia los países ricos, atraídos por las imágenes de felicidad que la publicidad ofrece o la esperanza inventa. El dinero viaja sin aduanas ni problemas; lo reciben besos y flores y sones de trompetas. Los trabajadores que emigran, en cambio, emprenden una odisea que a veces termina en las profundidades del mar Mediterráneo o del mar Caribe, o en los pedregales del río Bravo. 

En otras épocas, mientras Roma se apoderaba de todo el Mediterráneo y mucho más, los ejércitos regresaban arrastrando caravanas de prisioneros de guerra. Esos prisioneros se convertían en esclavos, y la cacería de esclavos empobrecía a los trabajadores libres. Cuantos más esclavos había en Roma, más caían los salarios y más difícil resultaba encontrar empleo. Dos mil años después, el empresario argentino Enrique Pescarmona hizo una verdadera alabanza de la globalización: 

-Los asiáticos trabajan veinte horas al día -declaró- por ochenta dólares al mes. Si quiero competir, tengo que recurrir a ellos. Es el mundo globalizado. Las chicas filipinas, en nuestras oficinas en Hong Kong, están siempre dispuestas. No hay sábados ni domingos. Si se tienen que quedar varios días de corrido sin dormir, lo hacen, y no cobran horas extras ni piden nunca nada. 

Unos meses antes de esta elegía, se había incendiado una fábrica de muñecas en Bangkok. Las obreras, que ganaban menos de un dólar por día, y comían y dormían en la fábrica, murieron quemadas vivas. La fábrica estaba cerrada por fuera, como los barracones en la época de la esclavitud. 

Son numerosas las industrias que emigran a los países pobres, en busca de brazos, que los hay baratísimos y en abundancia. Los gobiernos de esos países pobres dan la bienvenida a las nuevas fuentes de trabajo, que en bandeja de plata traen los mesías del progreso. Pero en muchos de esos países pobres, el nuevo proletariado fabril labora en condiciones que evocan el nombre que el trabajo tenía en tiempos del Renacimiento: tripalium, que era también el nombre de un instrumento de tortura. El precio de una camiseta con la imagen de la princesa Pocahontas, vendida por la casa Disney, equivale al salario de una semana del obrero que ha cosido esa camiseta en Haití, a un ritmo de 375 camisetas por hora. Haití fue el primer país en el mundo que abolió la esclavitud; y dos siglos después de aquella hazaña, que muchos muertos costó, el país padece la esclavitud asalariada. La cadena McDonald’s regala juguetes a sus clientes infantiles. Esos juguetes se fabrican en Vietnam, donde las obreras trabajan diez horas seguidas, en galpones cerrados a cal y canto, a cambio de ochenta centavos. Vietnam había derrotado la invasión militar de los Estados Unidos; y un cuarto de siglo después de aquella hazaña, que muchos muertos costó, el país padece la humillación globalizada.

La cacería de brazos ya no requiere ejércitos, como ocurría en los tiempos coloniales. De eso se encarga, solita, la miseria que padece la mayor parte del planeta. Es la muerte de la geografía: los capitales atraviesan las fronteras a la velocidad de la luz, por obra y gracia de las nuevas tecnologías de la comunicación y del transporte, que han hecho desaparecer el tiempo y las distancias. Y cuando una economía se resfría en algún lugar del planeta, otras economías estornudan en la otra punta del mundo. A fines del 97, la devaluación de la moneda en Malasia implicó el sacrificio de miles de empleos en la industria del calzado del sur de Brasil. 



Los países pobres están metidos, con alma y vida y sombrero, en el concurso universal de la buena conducta, a ver quién ofrece salarios más raquíticos y más libertad para envenenar el medio ambiente. Los países compiten entre sí, a brazo partido, para seducir a las grandes empresas multinacionales. Las mejores condiciones para las empresas son las peores condiciones para el nivel de salarios, la seguridad en el trabajo y la salud de la tierra y de la gente. A lo largo y a lo ancho del mundo, los derechos de los trabajadores se están nivelando hacia abajo, mientras la mano de obra disponible se multiplica como nunca antes, ni en los peores tiempos, había ocurrido. 

«La globalización tiene ganadores y perdedores», advierte un informe de las Naciones Unidas. «Se supone que una marea de riqueza en ascenso levantará todos los botes. Pero algunos pueden navegar mejor que otros. Los yates y los transoceánicos de hecho se están elevando, en respuesta a las nuevas oportunidades, pero las balsas y los botes de remo están haciendo agua, y algunos se están hundiendo rápidamente». Los países tiemblan ante la posibilidad de que el dinero no venga, o que el dinero huya. El naufragio es una realidad o una amenaza que se traduce en el pánico generalizado. Si no se portan bien, dicen las empresas, nos vamos a Filipinas, o a Tailandia, o a Indonesia, o a China, o a Marte. Portarse mal significa: defender la naturaleza o lo que quede de ella, reconocer el derecho de formar sindicatos, exigir el respeto de las normas internacionales y de las leyes locales, elevar el salario mínimo. 

En 1995, la cadena de tiendas GAP vendía en Estados Unidos camisas made in El Salvador. Por cada camisa vendida a veinte dólares, los obreros salvadoreños recibían 18 centavos. Los obreros, o mejor dicho obreras, porque eran en su mayoría mujeres y niñas, que se deslomaban más de catorce horas por día en el infierno de los talleres, organizaron un sindicato. La empresa contratista echó a trecientos cincuenta. Vino la huelga. Hubo palizas de la policía, secuestros, prisiones. A fines del 95, las tiendas GAP anunciaron que se marchaban al Asia. 

En América latina, la nueva realidad del mundo se traduce en un vertical crecimiento del llamado sector informal de la economía. El sector informal, que traducido significa trabajo al margen de la ley, ofrece 85 de cada cien nuevos empleos. Los trabajadores fuera de la ley trabajan más, ganan menos, no reciben beneficios sociales y no están amparados por las garantías laborales conquistadas en largos años, duros años, de lucha sindical. Y tampoco es mucho mejor la situación de los trabajadores legales: desregulaciónflexibilización son los eufemismos que definen una situación en la que cada cual debe arreglárselas como pueda. Esa situación fue certeramente definida por una vieja obrera paraguaya, que me comentó, a propósito de su jubilación de hambre:

-Si éste es el premio, ¡cómo será el castigo! 

Jorge Bermúdez tiene tres hijos y tres empleos. Al alba, sale a recorrer las calles de la ciudad de Quito en un viejo Chevrolet que hace de taxi. Desde la primera hora de la tarde, dicta clases de inglés. Hace dieciséis años que él es profesor en un colegio público, donde gana ciento cincuenta dólares mensuales. Cuando termina su jornada en el colegio público, empieza en un colegio privado, hasta la medianoche. Jorge Bermúdez no tiene nunca ningún día libre. Desde hace tiempo, sufre ardores de estómago, y anda de mal humor y con poca paciencia. Un psicólogo le explicó que esos eran malestares psicosomáticos y trastornos de conducta derivados del exceso de trabajo, y le indicó que debía abandonar dos de sus tres empleos para restablecer su salud física y mental. El psicólogo no le indicó cómo hacer para llegar a fin de mes. 




En el mundo al revés, la educación no paga. La enseñanza pública latinoamericana es uno de los sectores más castigados por la nueva situación laboral. Maestros y profesores reciben elogios, la cursilería de los discursos que exaltan la abnegada labor de los apóstoles de la docencia que amorosamente moldean con sus manos la arcilla de las nuevas generaciones; y además, reciben salarios que se ven con lupa. El Banco Mundial llama a la educación una inversión en capital humano, lo que es, desde su punto de vista, un homenaje; pero en un informe reciente propone, como posibilidad, reducir los sueldos del profesorado en los países donde «la oferta de profesores» permita mantener el nivel docente.

¿Reducir los sueldos? ¿Qué sueldos? «Pobres, pero docentes», se dice en Uruguay, y también: «Tengo más hambre que maestro de escuela». Los profesores universitarios están en las mismas. A mediados del 95, leí en la prensa un llamado a concurso de la Facultad de Psicología de Montevideo. Se necesitaba un profesor de Ética, se ofrecían cien dólares por mes. Yo pensé que había que ser un mago de la ética para no corromperse con semejante fortuna. 





FUENTE: Patas Arriba. La Escuela del Mundo al Revés, 1998, Eduardo Galeano. En línea: http://www.ateneodelainfancia.org.ar/uploads/galeanoescuela.pdf

viernes, 29 de agosto de 2014

Patas Arriba (VIII). Trabajos prácticos: cómo triunfar en la vida y ganar amigos


El crimen es el espejo del orden. Los delincuentes que pueblan las cárceles son pobres y casi siempre trabajan con armas cortas y métodos caseros. Si no fuera por esos defectos de pobreza y artesanía, los delincuentes de barrio bien podían lucir coronas de reyes, galeras de caballeros, bonetes de obispos y sombreros de generales, y firmarían decretos de gobierno en vez de estampar la huella digital al pie de las confesiones.

El poder imperial

La reina Victoria de Inglaterra dio nombre a una época, la era victoriana, que tan victoriosa fue: tiempo de esplendores de un imperio dueño de los mares del mundo y de buena parte de sus tierras. Según nos informa la Enciclopedia Británica en la letra V, la reina guió a sus compatriotas con el ejemplo de su vida austera, siempre ceñida a la moral y a las buenas costumbres, y a ella se debió, en gran medida, la consolidación de conceptos como la dignidad, la autoridad y el respeto a la familia, característicos de la sociedad victoriana. Sus retratos la muestran siempre con cara de mala leche, lo que quizá revela las dificultades que enfrentó y los sinsabores que sufrió por su perseverancia en la vida virtuosa.

Aunque la Enciclopedia Británica no menciona este detalle, la reina Victoria fue, además, la mayor traficante de drogas del siglo diecinueve. Bajo su largo reinado, el opio se convirtió en la mercancía más valiosa del comercio imperial. El cultivo en gran escala de amapolas, y la producción de opio, se desarrollaron en la India por iniciativa británica y bajo británico control. Buena parte de ese opio entraba en China de contrabando. La industria de la droga había abierto en China un creciente mercado de consumo. Se calcula que había unos doce millones de adictos cuando, en 1839, el emperador prohibió el tráfico y el uso del opio, por sus efectos devastadores sobre la población, y mandó confiscar los cargamentos de algunos buques británicos. La reina, que nunca en su vida mencionó la palabra droga, denunció ese imperdonable sacrilegio contra la libertad de comercio, y envió su flota de guerra a las costas de China. La palabra guerra tampoco fue mencionada a lo largo de las dos décadas que duró, con un par de interrupciones, la guerra del opio iniciada en 1839.

Tras los buques de guerra, iban los buques mercantes cargados de opio. Concluida cada acción militar, comenzaba la operación mercantil. En una de las primeras batallas, la toma del puerto de Tinhai, en 1841, murieron tres británicos y más de dos mil chinos. El balance de pérdidas y ganancias siguió siendo más o menos el mismo en los años siguientes. Hubo una primera tregua, que se interrumpió en 1856, cuando la ciudad de Cantón fue bombardeada por orden de sir John Bowring, un devoto cristiano que siempre decía: «Jesús es el comercio libre, y el comercio libre es Jesús». La segunda tregua acabó en 1860, cuando se desbordó el vaso de la paciencia de la reina Victoria. Ya era hora de poner fin a la tozudez de los chinos. A cañonazos cayó Pekín, y las tropas invasoras asaltaron y quemaron el palacio imperial de verano. Entonces, China aceptó el opio, se multiplicaron los drogadictos, y los mercaderes británicos fueron felices y comieron perdices.

El poder del secreto

Los países más ricos del mundo son Suiza y Luxemburgo. Dos países chicos, dos grandes plazas financieras. De la minúscula Luxemburgo, poco o nada se sabe. Suiza goza de fama universal gracias a la puntería de Guillermo Tell, la precisión de los relojes y la discreción de los banqueros.

Viene de lejos el prestigio de la banca helvética; una tradición de siete siglos garantiza su seriedad y su seguridad. Pero fue durante la segunda guerra mundial que Suiza pasó a ser una gran potencia financiera. Fiel a su también larga tradición de neutralidad, Suiza no participó en la guerra. Participó, en cambio, en el negocio de la guerra, vendiendo sus servicios, a muy buen precio, a la Alemania nazi. Un negocio brillante: la banca suiza convertía en divisas internacionales el oro que Hitler robaba a los países ocupados y a los judíos atrapados, incluyendo los dientes de oro de los muertos en las cámaras de gas de los campos de concentración. El oro entraba en Suiza sin ningún inconveniente, mientras los perseguidos por los nazis eran devueltos en la frontera.


Bertolt Brecht decía que robar un banco es delito, pero más delito es fundarlo. Después de la guerra, Suiza se convirtió en una cueva internacional de Alí Babá para los dictadores, los políticos ladrones, los malabaristas de la evasión fiscal y los traficantes de drogas y de armas. Bajo las aceras resplandecientes de Banhofstrasse de Zurich o la Correterie de Ginebra, duermen, invisibles, convertidos en lingotes de oro y en montañas de billetes, los frutos del saqueo y del fraude.

El secreto bancario ya no es lo que era, debilitado como está por los escándalos y las investigaciones judiciales, pero mal que bien continúa activo este motor de la prosperidad nacional. El dinero sigue teniendo derecho a usar disfraz y antifaz, un carnaval que dura todo el año; y los plebiscitos revelan que a la mayoría de la población eso no le parece nada mal.

Por sucio que llegue el dinero, y por complicados que resulten los enjuagues, la lavandería lo deja sin una sola manchita. En los años ochenta, cuando Ronald Reagan presidía los Estados Unidos, Zurich fue el centro de operaciones de las manipulaciones a varias puntas que tuvo a su cargo el coronel Oliver North. Según reveló el escritor suizo Jean Ziegler, las armas norteamericanas llegaban a Irán, país enemigo, que en parte las pagaba con morfina y heroína; desde Zurich se vendía droga, y en Zurich se depositaba el dinero que luego financiaba a los mercenarios que bombardeaban cooperativas y escuelas en Nicaragua. Por entonces, Reagan solía comparar a esos mercenarios con los Padres Fundadores de los Estados Unidos.


Templos de altas columnas de mármol o discretas capillas, los santuarios helvéticos evitan preguntas y ofrecen misterio. Ferdinand Marcos, déspota de las Filipinas, tenía entre mil y mil quinientos millones de dólares guardados en cuarenta bancos suizos. El cónsul general de Filipinas en Zurich era un director del Crédit Suisse. A principios del 98, doce años después de la caída de Marcos, al cabo de mucho pleito y contrapleito, el Tribunal Federal mandó a devolver quinientos setenta millones al estado filipino. No era todo, pero algo era. Una excepción a la regla: normalmente, el dinero delincuente desaparece sin dejar rastros. Los cirujanos suizos le cambian la cara y el nombre, y se ocupan de dar vida legal a su nueva identidad de fantasía. Del botín de la dinastía de los Somoza, vampiros de Nicaragua, no apareció nada. Casi nada se encontró, y nada se restituyó, de lo que la dinastía Duvalier robó en Haití. Mobutu Sese Seko, que exprimió al Congo hasta la última gota de su jugo, se entrevistaba con sus banqueros en Ginebra, siempre con su escolta de Mercedes blindados. Mobutu tenía entre cuatro y cinco mil millones de dólares: sólo seis millones aparecieron, cuando se derrumbó su dictadura. El dictador de Malí, Moussa Traoré, tenía mil y pico de millones: los banqueros suizos devolvieron cuatro millones.

A Suiza fueron a parar los dineritos de los militares argentinos que se sacrificaron por la patria ejerciendo el terror desde 1976. Veintidós años después, una investigación judicial reveló la punta de ese iceberg. ¿Cuántos millones se habrían desvanecido en la niebla que ampara las cuentas fantasmas? En los años noventa, la familia Salinas desvalijó a méxico. A Raúl Salinas, hermano del presidente, lo llamaban Señor Diez por Ciento, en mérito a las comisiones que embolsaba por la privatización de los servicios públicos y por la protección a la mafia de la droga. La prensa ha informado que ese río de dólares desembocó en el Citibank y también en la Union de Banques Suisses, la Societé de Banque Suisse y otras vertientes de la Cruz Roja del dinero. ¿Cuánto se podrá recuperar? En las mágicas aguas del lago de Ginebra, el dinero se zambulle y se hace invisible.

Hay quienes elogian al Uruguay llamándolo la Suiza de América. Los uruguayos no estamos muy seguros del homenaje. ¿Será por la vocación democrática de nuestro país, o por el secreto bancario? Desde hace algunos años, el secreto bancario está convirtiendo al Uruguay en la caja de caudales del Cono Sur: un gran banco con vista al mar.


El poder divino

La última noche del año 1970, tres banqueros de Dios se dieron cita en un hotel de Nassau, en las islas Bahamas. Acariciados por la brisa del trópico, envueltos en un paisaje de tarjeta postal, Roberto Calvi, Michele Sindona y Paul Marcinkus celebraron el nacimiento del año nuevo brindando por la aniquilación del marxismo. Doce años después, ellos aniquilaron el Banco Ambrosiano.

El Banco Ambrosiano no era marxista. Conocido como la banca dei preti, el banco de los curas, el Ambrosiano no admitía accionistas que no fueran bautizados. Esta no era la única institución bancaria ligada a la Iglesia. El Banco del Espíritu Santo, fundado por el papa Paulo V allá por el año 1605, ya no hacía milagros financieros en beneficio divino, porque había pasado a manos del estado italiano, pero el Vaticano tenía, y sigue teniendo, su propio banco oficial, piadosamente llamado Instituto para Obras de Religión IOR. De todos modos, el Ambrosiano era muy importante, el segundo banco privado de Italia, y su naufragio fue definido por el diario Financial Times como la más grave crisis de toda la historia bancaria de Occidente. La colosal estafa dejó un agujero de más de mil millones de dólares y comprometió directamente al Vaticano, que era uno de sus principales accionistas y uno de los mayores beneficiarios de sus préstamos.

Muchos camellos pasaron por el ojo de esa aguja. El Ambrosiano tejió una telaraña universal para el lavado de dólares que venían del tráfico de drogas y de armas, trabajó codo a codo con las mafias de Sicilia y de los Estados Unidos, y con la red del narcotráfico en Turquía y en Colombia. Sirvió de vehículo para la evasión del fruto de los contrabandos y secuestros de la Cosa Nostra y fue una regadera de dólares para los sindicatos polacos, en lucha contra el régimen comunista. También abasteció generosamente a la contra en Nicaragua, y en Italia a la logia P-2: estos masones se aliaron a la Iglesia, su enemiga de siempre, para enfrentar unidos al enemigo de ahora, el peligro rojo. Los capos de la P-2 recibieron del Ambrosiano cien millones de dólares, que contribuyeron a su prosperidad familiar y que los ayudaron a formar un gobierno paralelo, y a realizar atentados terroristas, para castigar a la izquierda italiana y asustar a la población.

El vaciamiento del banco se fue cumpliendo, a lo largo de los años, a través de muchas bocas financieras abiertas en Suiza, las Bahamas, Panamá y otros paraísos fiscales. Jefes de gobierno, ministros, cardenales, banqueros, capitanes de industria y altos burócratas fueron cómplices del saqueo organizado por Calvi, Sindona y Marcinkus. Calvi, que administraba fondos para la Santa Sede y presidía el Ambrosiano, era famoso por el hielo de su sonrisa y por su habilidad para las piruetas contables. Sindona, rey de la Bolsa italiana, hombre de confianza del Vaticano para sus inversiones inmobiliarias y financieras, servía también de vehículo para las contribuciones de la embajada norteamericana a los partidos italianos de derecha. En varios países poseía bancos, fábricas y hoteles, y hasta era dueño del edificio Watergate, en Washington, que había ganado escandalosa fama gracias a la curiosidad del presidente Nixon. El arzobispo Marcinkus, que presidía el Instituto para Obras de Religión, había nacido en Chicago, en el mismo barrio que Al Capone. Hombre fornido, siempre con un habano en la boca, monseñor Marcinkus había sido guardaespaldas del Papa antes de convertirse en el jefe de sus negocios.


Los tres habían trabajado por la mayor gloria de Dios y de sus propios bolsillos. Bien se puede decir que tuvieron una carrera exitosa. Pero ninguno de los tres pudo escapar al destino de persecución y martirio que los evangelios habían anunciado a los apóstoles de la fe. Poco antes de la quiebra del Banco Ambrosiano, Roberto Calvi apareció ahorcado bajo un puente de Londres. Cuatro años después, Michele Sindona, preso en una cárcel de máxima seguridad, pidió un café con azúcar: le entendieron mal, y le sirvieron un café con cianuro. Unos meses más tarde, se dictó orden de captura contra el arzobispo Marcinkus, por bancarrota fraudulenta.

El poder político

Hace sesenta años, el escritor Roberto Arlt aconsejaba a quien quisiera hacer carrera política:

-Usted proclame: «He robado, y aspiro a robar en grand»e. Comprométase a rematar hasta la última pulgada de tierra argentina, a vender el Congreso y a instalar un conventillo en el Palacio de Justicia. En sus discursos, diga: «Robar no es fácil, señores. Se necesita ser un cínico, y yo lo soy. Se necesita ser un traidor, y yo lo soy».

Según el escritor argentino, ésta sería una fórmula de éxito seguro, porque todos los sinvergüenzas hablan de honestidad, y la gente está harta de mentiras. Un político brasileño, Adhemar de Barros, conquistó al electorado del estado de San Pablo, el más rico del país, con el lema «Rouba mas faz», El roba pero hace. En Argentina, en cambio, aquel consejo no tuvo nunca éxito entre los candidatos, y en nuestros días sigue resultando imposible encontrar a un político que tenga el coraje de anunciar lo que robará, o que a viva voz confiese lo que ya robó, y no hay ningún saqueador de fondos públicos capaz de reconocer: «Robé para mí, robé para darme la gran vida». Si su conciencia existiera, y fuera capaz de tormento, el ladrón diría, en todo caso: «Lo hice por el partido, por el pueblo, por la patria». Es por amor a la patria, que algunos políticos se la llevan a su casa. La fórmula de Roberto Arlt no funcionaría. Ningún político brasileño ha copiado la receta de Adhemar de Barros. Por regla general, está comprobado, las que más votos rinden son las artes de teatro, las buenas actuaciones, las máscaras bien elegidas. Como dice otro escritor argentino, José Pablo Feinmann, el éxito electoral suele recompensar el doble discurso y la doble personalidad. Al igual que Superman y Batman, los superhéroes, muchos políticos profesionales cultivan la esquizofrenia, y en ella les da superpoderes, como el timorato Clark Kent se vuelve Superman con sólo sacarse los anteojos, y como el insípido Bruce Wayne se convierte en Batman no bien se pone la capa de murciélago.


No se necesita ser un experto politólogo para advertir que, por regla general, los discursos sólo cobran su verdadero sentido cuando se los lee al revés. Pocas excepciones tiene la regla: en el llano, los políticos prometen cambios y en el gobierno cambian, pero cambian... de opinión. Algunos quedan redondos, de tanto dar vueltas; produce tortícolis verlos girar, de izquierda a derecha, con tanta velocidad. ¡La educación y la salud, primero!, claman, como clama el capitán del barco: ¡Las mujeres y los niños, primero!, y la educación y la salud son las primeras en ahogarse. Los discursos elogian al trabajo, mientras los hechos maldicen a los trabajadores. Los políticos que juran, mano al pecho, que la soberanía nacional no tiene precio, suelen ser los que después la regalan; y los que anuncian que correrán a los ladrones, suelen ser los que después roban hasta las herraduras de los caballos al galope.

A mediados del 96, Abdalá Bucaram conquistó la presidencia de Ecuador diciendo ser el azote de los corruptos. Bucaram, un político estrepitoso que creía que cantaba como Julio Iglesias y creía que eso era un mérito, no duró mucho en el poder. Fue derribado por una pueblada, pocos meses después. Una de las gotas que desbordó el vaso de la paciencia popular fue la fiesta que ofreció Jacobito, su hijo de dieciocho años, para festejar el primer millón de dólares que había ganado haciendo milagros en las aduanas. En 1990, Fernando Collor llegó a la presidencia de Brasil. En una campaña electoral breve y fulminante, que la televisión hizo posible, Collor vociferó sus discursos moralistas contra los marajás, los altos funcionarios públicos que desvalijaban al estado. Dos años y medio después, Collor fue destituido, cuando estaba hundido hasta el cuello en los escándalos de sus cuentas fantasmas y de sus fastuosas exhibiciones de riqueza súbita. En 1993, también el presidente de Venezuela, Carlos Andrés Pérez, fue despojado de su cargo, y condenado a prisión domiciliaria, por malversación de fondos. En ningún caso, nunca nadie en la historia de América latina ha sido obligado a devolver el dinero que robó: ni los presidentes derribados, ni los muchos ministros renunciados por comprobada corrupción, ni los directores de servicios públicos, ni los legisladores, ni los funcionarios que reciben dinero por debajo de la mesa. Nunca nadie ha devuelto nada. No digo que no hayan tenido la intención: es que a nadie se le ocurrió la idea.


No sólo se roba dinero. A veces, también, se roban elecciones, como ocurrió en México en 1988, cuando el candidato opositor de izquierda, Cuahutémoc Cárdenas, fue despojado de la presidencia que había ganado, por mayoría de votos, en las urnas. Años después, en 1997, algunos legisladores del PRI, el partido de gobierno, acusaron al líder de la oposición de derecha, Diego Fernández de Cevallos, de haber recibido catorce millones de dólares por su complicidad en el fraude. La prensa destacó la noticia, porque el intercambio de puñetazos convirtió a esa sesión parlamentaria en una velada de boxeo, y lo del soborno fue bastante comentado, pero se pasó por alto, como si tal cosa, algo que era mucho más grave: esa denuncia implicaba una confesión de la estafa electoral por parte de los propios legisladores. 

Terence Todman y James Cheek fueron embajadores de los Estados Unidos en Argentina, en tiempos recientes. Los dos, uno tras otro, recorrieron el mismo camino: por amor al tango, se fueron pero volvieron. Apenas terminado el trabajo diplomático, regresaron a Buenos Aires, para hacer lobby. Ambos ejercieron toda su influencia sobre el gobierno argentino, en favor de las empresas privadas que querían quedarse con los aeropuertos del país. Y poco después, la imagen de Cheek, con una muñeca en las rodillas, copó los televisores y los periódicos. Concluida su victoriosa campaña por los aeropuertos, Cheek pasó a ser empleado de Barbie, la mujercita que invita a cometer el pecado del plástico.





Los robos mayores pertenecen al orden de los vicios aceptados por costumbre. Mientras se desprestigia la democracia, se difunde la moral del vale todo: nadie triunfa meando agua bendita. ¿Cuántos norteamericanos creen que sus senadores tienen muy altos niveles éticos? El dos por ciento. A fines del 96, el diario Página 12 publicó en Buenos Aires una reveladora encuesta de Gallup: siete de cada diez jóvenes argentinos opinaban que la deshonestidad es la única vía que conduce al éxito. Y nueve de cada diez entrevistados, jóvenes y no jóvenes, reconocieron que era una práctica habitual la evasión de impuestos, y el pago de sobornos a la burocracia y a la policía.

Se castiga abajo lo que se recompensa arriba. El robo chico es delito contra la propiedad, el robo grande es derecho de los propietarios. Los políticos sin escrúpulos no hacen más que actuar de acuerdo con las reglas de juego de un sistema donde el éxito justifica los medios que lo hacen posible, por sucios que sean: las trampas contra el fisco y contra el prójimo, la falsificación de balances, la evasión de capitales, el vaciamiento de empresas, la invención de sociedades anónimas de ficción, las subfacturaciones, las sobrefacturaciones, las comisiones fraudulentas.

El poder de los secuestradores




Según el diccionario, secuestrar significa «retener indebidamente a una persona para exigir dinero por su rescate». El delito está duramente castigado por todos los códigos penales; pero a nadie se le ocurriría mandar preso al gran capital financiero, que tiene de rehenes a muchos países del mundo y, con alegre impunidad, les va cobrando, día tras día, fabulosos rescates.

En los viejos tiempos, los marines ocupaban las aduanas para cobrar las deudas de los países centroamericanos y de las islas del mar Caribe. La ocupación norteamericana de Haití duró diecinueve años, desde 1915 hasta 1934. Los invasores no se fueron hasta que el Citibank cobró sus préstamos, varias veces multiplicados por la usura. En su lugar, los marines dejaron un ejército nacional fabricado para ejercer la dictadura y para cumplir con la deuda externa. En la actualidad, en tiempos de democracia, los tecnócratas internacionales resultan más eficaces que las expediciones militares. El pueblo haitiano no ha elegido, ni con un voto siquiera, al Fondo Monetario Internacional ni al Banco Mundial, pero son ellos quienes deciden hacia dónde sale cada peso que entra en las arcas públicas. Como en todos los países pobres, más poder que el voto tiene el veto: el voto democrático propone y la dictadura financiera dispone.

El Fondo Monetario se llama Internacional, como el Banco se llama Mundial, pero estos hermanos gemelos viven, cobran y deciden en Washington; y la numerosa tecnocracia jamás escupe el plato donde come. Aunque Estados Unidos es, por lejos, el país con más deudas del mundo, nadie le dicta desde afuera la orden de poner bandera de remate a la Casa Blanca, y a ningún funcionario internacional se le pasaría por la cabeza semejante insolencia. En cambio, los países del sur del mundo, que entregan doscientos cincuenta mil dólares por minuto en servidumbre de deuda, son países cautivos, y los acreedores les descuartizan la soberanía, como descuartizaban a sus deudores plebeyos, en la plaza pública, los patricios romanos de otros tiempos imperiales. Por mucho que esos países paguen, no hay manera de calmar la sed de la gran vasija agujereada que es la deuda externa. Cuanto más pagan, más deben; y cuanto más deben, más obligados están a obedecer la orden de desmantelar el estado, hipotecar la independencia política y enajenar la economía nacional. Vivió pagando y murió debiendo, podrían decir las lápidas.

Santa Eduviges, patrona de los endeudados, es la santa más solicitada de Brasil. En peregrinación acuden a sus altares miles y miles de deudores desesperados, suplicando que los acreedores no les lleven el televisor, el auto o la casa. A veces, santa Eduviges hace el milagro. Pero, ¿cómo podría la santa ayudar a los países donde los acreedores ya se han llevado al gobierno? Esos países tienen la libertad de hacer lo que les mandan hacer unos señores sin rostro, que viven muy lejos y que, a larga distancia, practican la extorsión financiera. Ellos abren o cierran la bolsa, según la sumisión demostrada ante el right economic track, el camino económico correcto. La verdad única se impone con un fanatismo digno de los monjes de la Inquisición, los comisarios del partido único o los fundamentalistas del Islam: se dicta exactamente la misma política para países tan diversos como Bolivia y Rusia, Mongolia y Nigeria, Corea del Sur y México.

A fines del 97, el presidente del Fondo Monetario Internacional, Michel Camdessus, declaró: «El estado no debe dar órdenes a los bancos». Traducido, eso significa: «Son los bancos quienes deben dar órdenes al estado». Y, a principios del 96, el banquero alemán Hans Tietmeyer, presidente del Bundesbank, había comprobado: «Los mercados financieros desempeñarán, cada vez más, el papel de gendarmes. Los políticos deben comprender que, desde ahora, están bajo el control de los mercados financieros». Alguna vez el sociólogo brasileño Hebert de Souza, Betinho, propuso que los presidentes se marcharan a disfrutar de cruceros turísticos. Los gobiernos gobiernan cada vez menos, y cada vez se siente menos representado por ellos el pueblo que los ha votado. Las encuestas revelan la poca fe: creen en la democracia menos de la mitad de los brasileños y poco más de la mitad de los chilenos, los mexicanos, los paraguayos y los peruanos. En las elecciones legislativas del 97, Chile registró la mayor cantidad de votos en blanco o nulos de toda su historia. Y nunca habían sido tanto los jóvenes que no se tomaron el trabajo de inscribirse en los padrones.

El poder globalitario



En sus doce años de gobierno desde 1979, Margaret Thatcher ejerció la dictadura del capital financiero sobre las islas británicas. La dama de hierro, muy elogiada por sus virtudes masculinas, puso fin a la era de los buenos modales, pulverizó a los obreros en huelga, y restableció una rígida sociedad de clases con celeridad asombrosa. Así, Gran Bretaña se convirtió en el modelo de Europa. Mientras tanto, Chile se había convertido en el modelo de América latina, bajo la dictadura militar del general Pinochet. Los dos países modelos figuran, ahora, entre los países más injustos del mundo. Según los datos sobre la distribución del ingreso y el consumo, publicados por el Banco Mundial, una honda brecha separa, actualmente, a los británicos y chilenos que tienen de sobra, de los británicos y chilenos que viven de sobras. En ambos países, por increíble que parezca, la desigualdad social es mayor que en Bangladesh, India, Nepal o Sri Lanka. Y, por increíble que parezca, los Estados Unidos han logrado una desigualdad mayor que la que padece Ruanda, desde que Ronald Reagan empuñó el timón en 1980.

La razón del mercado impone sus dogmas totalitarios, que Ignacio Ramonet llama globalitarios, en escala universal. La razón se hace religión, y obliga a cumplir sus mandamientos: sentarse derechito en la silla, no alzar la voz y hacer los deberes sin preguntar por qué. ¿Qué hora es? La que usted mande, señor.

En los aporreados países del sur del mundo, los de abajo pagan la buena letra que hacen los de arriba, y las consecuencias están a la vista: hospitales sin remedios, escuelas sin techos, alimentos sin subsidios. Ningún juez podría mandar a la cárcel a un sistema mundial que impunemente mata por hambre, pero ese crimen es un crimen, aunque se cometa como si fuera la cosa más normal del mundo. «El pan de los pobres es su vida. Quien se lo quita, es un asesino», dice la Biblia (Eclesiástico, 34) y el teólogo Leonardo Boff comprueba que, en nuestros días, el mercado está celebrando más sacrificios humanos que los aztecas en el Templo Mayor o los cananeos al pie de la estatua de Moloch.


La mano comercial del orden globalitario roba lo que su mano financiera presta. Dime cuánto vendes y te diré cuánto vales: las exportaciones latinoamericanas no llegan al cinco por ciento de las exportaciones mundiales, y las africanas suman el dos por ciento. Cada vez cuesta más lo que el sur compra, y cada vez vale menos lo que vende. Para comprar, los gobiernos se endeudan más y más, y para cumplir con la usura de los préstamos, venden las joyas de la abuela y a la abuela también.

A las órdenes del mercado, el estado se privatiza. ¿No habría que desprivatizarlo, más bien, estando como está el estado en manos de la banquería internacional y de los políticos nacionales que lo desprestigian para después venderlo, impunemente, a precio de ganga? El tráfico de favores, el canje de empleos por votos, ha hinchado de parásitos a los estados latinoamericanos. Una insoportable burrocracia ejerce el proxenetismo, en el sentido original del término: hace dos mil años, la palabra proxeneta designaba a quienes resolvían los trámites burocráticos a cambio de propinas. La ineficacia y la corrupción hacen posible que las privatizaciones se realicen con el visto bueno o la indiferencia de la opinión pública mayoritaria.

Los países se desnacionalizan a ritmo de vértigo, con excepción de Cuba y también de Uruguay, donde un plebiscito popular rechazó la enajenación de las empresas públicas, con un 72 por ciento de los votos a fines de 1992. Los presidentes viajan por el mundo, convertidos en vendedores ambulantes: venden lo que no es suyo, y esa actividad delictiva bien merecía una denuncia policial, si la policía fuera digna de confianza. «Mi país es un producto, yo ofrezco un producto que se llama Perú», ha proclamado, en más de una ocasión, el presidente Alberto Fujimori.

Se privatizan las ganancias, se socializan las pérdidas. En 1990, el presidente Carlos Menem mandó al muere a Aerolíneas Argentinas. Esta empresa pública, que daba ganancias, fue vendida, o más bien regalada, a otra empresa pública, la española Iberia, que era un ejemplo universal de mala administración. Las rutas, internacionales y nacionales, se cedieron por quince veces menos de su valor, y dos aviones Boeing 707, que estaban vivos y volando y tenían para rato, fueron comprados al módico precio de un dólar con cincuenta y cuatro centavos cada uno.

En su edición del 31 de enero del 98, el diario uruguayo El Observador felicitó al gobierno de Brasil por su decisión de vender la empresa telefónica nacional, Telebras. El aplauso al presidente Fernando Henrique Cardoso, «por sacarse de encima empresas y servicios que se han convertido en una carga para las arcas estatales y los consumidores», se publicó en la página 2. En la página 16, el mismo diario, el mismo día, informó que Telebras, la empresa más rentable de Brasil, generó el año pasado ganancias líquidas por 3.900 millones de dólares, un récord en la historia del país.

El gobierno brasileño movilizó un ejército de seiscientos setenta abogados para hacer frente al bombardeo de demandas contra la privatización de Telebras; y justificó su programa de desnacionalizaciones por la necesidad de dar al mundo señales de que somos un país abierto. El escritor Luiz Fernando Verissimo opinó que esas señales «son algo así como aquellos sombreros puntiagudos que en la Edad Media identificaban a los bobos de la aldea».

El poder del casino

Dicen que la astrología fue inventada para dar la impresión de que la economía es una ciencia exacta. Nunca los economistas sabrán mañana por qué sus previsiones de ayer no se han cumplido hoy. Ellos no tienen la culpa. Se han quedado sin asunto, la verdad sea dicha, desde que la economía real dejó de existir y dejó paso a la economía virtual. Ahora mandan las finanzas, y el frenesí de la especulación financiera es, más bien, tema de psiquiatras.

Los banqueros Rotschild se enteraron por palomas mensajeras de la derrota de Napoleón en Waterloo, pero ahora las noticias corren más veloces que la luz, y con ellas viaja el dinero en las pantallas de las computadoras. Un anillo digno de Saturno gira, enloquecido, alrededor de la tierra: está formado por los 2.000.000.000.000 de dólares que cada día mueven los mercados de las finanzas mundiales. De todos esos muchos ceros, que marea mirarlos, sólo una ínfima parte corresponde a transacciones comerciales o a inversiones productivas. En 1997, de cada cien dólares negociados en divisas, apenas dos dólares y medio tuvieron algo que ver con el intercambio de bienes y servicios. En ese año, en vísperas del huracán que barrió las Bolsas de Asia y del mundo, el gobierno de Malasia propuso una medida de sentido común: la prohibición del tráfico de divisas no comerciales. La iniciativa no fue escuchada. El griterío de las Bolsas mete mucho ruido, y sus beneficiarios dejan sordo a cualquiera. Por poner un ejemplo, en 1995, sólo tres de las diez mayores fortunas de Japón estaban ligadas a la economía real. Los otros siete multimillonarios eran grandes especuladores.



Diez años antes de la crisis actual, el mercado financiero había sufrido otro colapso. Distinguidos economistas de la Casa Blanca, del Congreso de los Estados Unidos y de las Bolsas de Nueva York y de Chicago intentaron explicar lo que había ocurrido. La palabra especulación no fue mencionada en ninguno de esos análisis. Los deportes populares merecen respeto: cuatro de cada diez norteamericanos participan de alguna manera en el mercado de valores. Las bombas inteligentes, smart bombs, eran las que mataban iraquíes en la guerra del Golfo sin que nadie se enterara, salvo los muertos; y el smart money es el que puede rendir ganancias del cuarenta por ciento, sin que se sepa cómo. Wall Street se llama así, Calle del Muro, por el muro alzado hace siglos para que no se fugaran los negros esclavos: Wall Street es actualmente el centro de la gran timba electrónica universal, y la humanidad entera está prisionera de las decisiones que allí se toman. La economía virtual traslada capitales, derriba precios, despluma incautos, arruina países y, en un santiamén, fabrica millonarios y mendigos.

En plena obsesión mundial de la inseguridad, la realidad enseña que los delitos del capital financiero son mucho más temibles que los delitos que aparecen en las páginas policiales de los diarios. Mark Mobius, que especula por cuenta de miles de inversores, explicaba a principios del 98, a la revista alemana Der Spiegel: Mis clientes se burlan de los criterios éticos. Ellos quieren que multipliquemos sus ganancias. Durante la crisis del 87, otra frase lo había hecho famoso: «Hay que comprar cuando por las calles corre la sangre, aunque la sangre sea mía». George Soros, el especulador más exitoso del mundo, que amasó fortuna derribando sucesivamente a la libra esterlina, la lira y el rublo, sabe de qué está hablando cuando comprueba: «El principal enemigo de la sociedad abierta, creo, ya no es el comunismo, sino la amenaza capitalista».

El doctor Frankenstein del capitalismo ha generado un monstruo que camina por su cuenta, y no hay quien lo pare. Es una suerte de estado por encima de los estados, un poder invisible que a todos gobierna, aunque ha sido elegido por nadie. En este mundo hay demasiada miseria, pero hay también demasiado dinero, y la riqueza no sabe qué hacer consigo misma. En otros tiempos, el capital financiero ampliaba, por la vía del crédito, los mercados de consumo. Estaba al servicio del sistema productivo, que para ser necesita crecer: actualmente, en plena desmesura, el capital financiero ha puesto al sistema productivo a su servicio, y con él juega el gato con el ratón.

Cada derrumbe de las Bolsas es una catástrofe para los inversores modestos, que se han creído el cuento de la lotería financiera, y es también una catástrofe para los barrios más pobres de la aldea global, que sufren las consecuencias sin comerla ni beberla: de un manotazo, cada crisis les vacía el plato y les evapora los empleos. Pero rara vez las crisis bursátiles hieren de muerte a los sacrificados millonarios que día tras día, curvada la espalda sobre la computadora, las manos callosas en el teclado, redistribuyen la riqueza del mundo decidiendo el destino del dinero, el nivel de las tasas de interés y el valor de los brazos, de las cosas y de las monedas. Ellos son los únicos trabajadores que pueden desmentir a la mano anónima que alguna vez escribió, en un muro de Montevideo: «Al que trabaja, no le queda tiempo para hacer dinero».




FUENTE: Patas Arriba. La Escuela del Mundo al Revés, 1998, Eduardo Galeano. En línea: http://www.ateneodelainfancia.org.ar/uploads/galeanoescuela.pdf