martes, 26 de agosto de 2014

Patas Arriba (VII). Clases de corte y confección: cómo elaborar enemigos a medida


Muchos de los grandes negocios promueven el crimen y del crimen viven. Nunca hubo tanta concentración de recursos económicos y de conocimientos científicos y tecnológicos dedicados a la producción de muerte. Los países que más armas venden al mundo son los mismos países que tienen a su cargo la paz mundial. Afortunadamente para ellos, la amenaza de la paz se está debilitando, ya se alejan los negros nubarrones, mientras el mercado de la guerra se recupera y ofrece promisorias perspectivas de carnicerías rentables. Las fábricas de armas trabajan tanto como las fábricas que elaboran enemigos a la medida de sus necesidades.

El amplio guardarropa del Diablo

Buenas noticias para la economía militar, que es como decir: buenas noticias para la economía. La industria de las armas, venta de muerte, exportación de violencia, trabaja y prospera. El mundo ofrece mercados firmes y en alza, mientras la siembra universal de la injusticia continúa dando buenas cosechas y crecen la delincuencia y la drogadicción, la agitación social y el odio nacional, regional, local y personal.

Después de algunos años de declive tras el fin de la guerra fría, la venta de armamentos ha vuelto a aumentar. El mercado mundial de armas creció en un ocho por ciento en el 96, con una facturación total de cuarenta mil millones de dólares. A la cabeza de los países compradores, con nueve mil millones de dólares, figura Arabia Saudita. Este país está también a la cabeza, desde hace muchos años, en la lista de los países que violan los derechos humanos. En el 96, dice Amnistía Internacional, "continuaron recibiéndose informes sobre torturas y malos tratos a detenidos, y los tribunales impusieron penas de flagelación, de entre 120 y 200 latigazos, a por lo menos 27 personas. Entre ellos, 24 filipinos, a quienes, según informes, se condenó por comportamientos homosexuales. Al menos 69 personas recibieron sentencias de muerte y fueron ejecutadas". Y también: "El gobierno del rey Fahd mantuvo la prohibición de los partidos políticos y de los sindicatos. Continuó ejerciéndose una estricta censura sobre la prensa". 


Hace muchos años que esta monarquía petrolera es la mejor cliente de la industria norteamericana de armamentos y de los aviones británicos de combate. El sano intercambio de petróleo por armamentos, permite a la dictadura saudí ahogar en sangre la protesta interna, y permite a los Estados Unidos y a Gran Bretaña alimentar sus economías de guerras 

y asegurar sus fuentes de energía contra cualquier amenaza: armas y petróleo, dos factores claves de la prosperidad nacional. Algún malpensado podría llegar a creer que el rey Fahd paga esas millonadas por las armas y, de paso, compra impunidad. Por motivos que Alá sabrá, jamás vemos, escuchamos ni leemos ninguna denuncia de las atrocidades de Arabia Saudita, en los medios de comunicación. Esos medios, sin embargo, suelen preocuparse por los derechos humanos en otros países árabes. El fundamentalismo islámico sólo es demoníaco cuando obstaculiza los negocios, y los mejores amigos son los que más armas compran. La industria norteamericana de armamentos practica la lucha contra el terrorismo vendiendo armas a gobiernos terroristas, cuya única relación con los derechos humanos consiste en que hacen todo lo posible por aniquilarlos.

En la Era de la Paz, que es el nombre que dicen que tiene el período histórico abierto en 1946, las guerras han matado no menos de 22 millones de personas y han expulsado de sus tierras, de sus casas o de sus países a más de cuarenta millones. Nunca falta alguna guerra o guerrita para que se lleven a la boca los televidentes consumidores de noticias. Pero nunca los informadores informan, ni los comentaristas comentan, nada que pueda ayudar a entender lo que pasa. Para eso, tendrían que empezar por responder a las preguntas más elementales: ¿Quién está traficando con todo este dolor humano? ¿A quién da de ganar esta tragedia? "la cara del verdugo está siempre bien escondida", cantó, alguna vez, Bob Dylan.

En 1968, dos meses antes de que una bala le rompiera la cara, el pastor Martin Luther King había denunciado que su país era "el mayor exportador de violencia en el mundo". Treinta años después, las cifras dicen: de cada diez dólares que el mundo gasta en armamentos, cuatro van a parar a los Estados Unidos. Los datos del Instituto Internacional de Estudios Estratégicos indican que los mayores vendedores de armas son los Estados Unidos, el Reino Unido, Francia y Rusia. En la lista, algunos lugares más atrás, también figura China. Y éstos son, casualmente, los cinco países que tienen derecho de veto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. En buen romance, el derecho de veto significa poder de decisión. La Asamblea habla o calla; el Consejo hace o deshace. O sea: la paz mundial está en manos de las cinco potencias que explotan el gran negocio de la guerra.


El resultado no tiene nada de sorprendente. Los miembros permanentes del Consejo de Seguridad gozan del derecho de hacer lo que se les cante. En esta última década, por ejemplo, los Estados Unidos pudieron bombardear impunemente el barrio más pobre de la ciudad de Panamá y, después, pudieron arrasar Irak; Rusia pudo castigar a sangre y fuego los clamores de independencia en Chechenia; Francia pudo violar el Pacífico sur con sus explosiones nucleares; y China puede seguir fusilando, legalmente, cada año, diez veces más gente que la que cayó acribillada, a mediados del 89, en la plaza de Tien An Men. Como antes había ocurrido en la guerra de las islas Malvinas, la invasión de Panamá sirvió para que la aviación militar probara la eficacia de sus nuevos modelos; y la televisión convirtió a la invasión de Irak en una universal vidriera de exhibición de las nuevas armas que se ofrecían al mercado: vengan a ver las novedades de la muerte en la gran feria de Bagdad.

Tampoco tiene por qué sorprender a nadie el desdichado balance mundial de la guerra y la paz. Por cada dólar que las Naciones Unidas gastan en sus misiones de paz, el mundo invierte dos mil dólares en gastos de guerra, destinados al sacrificio de seres humanos en cacerías donde el cazador y la presa son de la misma especie, y donde más éxito tiene quien más prójimos mata. Bien decía Teodoro Roosevelt que "ningún triunfo pacífico es tan grandioso como el supremo triunfo de la guerra". En 1906, le dieron el Premio Nobel de la Paz.

Hay treinta y cinco mil armas nucleares en el mundo. Los Estados Unidos poseen la mitad, y la otra mitad pertenece a Rusia y, en menor medida, a otras potencias. Los dueños del monopolio nuclear ponen el grito en el cielo cuando India, o Pakistán, o quien sea, realiza el sueño de la explosión propia, y entonces denuncian el peligro que el mundo corre: cada una de esas armas puede matar a varios millones de personas, y unas cuantas bastarían para acabar con la aventura humana en el planeta, y con el planeta también. Pero las grandes potencias jamás dicen cuándo ha tomado Dios la decisión de otorgarles el monopolio, ni por qué siguen fabricando esas armas. En los años de la guerra fría, el armamento nuclear era un peligrosísimo instrumento de intimidación recíproca. Pero ahora, que los Estados Unidos y Rusia andan del brazo, ¿para qué sirven esos inmensos arsenales? ¿Para asustar a quién? ¿A la humanidad entera?

Toda guerra tiene el inconveniente de que existe un enemigo, y de ser posible más de uno. Sin la provocación, amenaza o agresión de uno o varios enemigos, espontáneos o fabricados, la guerra resulta poco conveniente, y la oferta de armas puede enfrentar un dramático problema de contradicción de la demanda. En 1989, apareció en el mercado mundial una nueva muñeca Barbie, que vestía uniforme de guerra y hacía la venia. Mal momento había elegido Barbie para iniciar su carrera militar. A fines de ese año, cayó el Muro de Berlín, y en seguida se desmoronó todo lo demás. El Imperio del Mal se vino abajo, y súbitamente Dios quedó huérfano de Diablo. El presupuesto del Pentágono y el negocio de la venta de armas se encontraron, de buenas a primeras, con una situación peliaguda. 

Enemigo se busca. Hacía ya muchos años que los alemanes y los japoneses se habían convertido al Bien, y ahora eran los rusos quienes habían perdido, de un día para el otro, sus largos colmillos y su olor a azufre. El síndrome de la ausencia de villanos encontró en Hollywood una terapia inmediata. Ya Ronald Reagan había anunciado, lúcido profeta, que había que ganar la guerra en el espacio sideral. Todo el talento y el dinero de Hollywood se consagraron a la fabricación de enemigos en las galaxias. La invasión extraterrestre ya había sido, antes, tema de cine, pero sin mayor pena ni gloria: de apuro, y con tremendo éxito de taquilla, las pantallas se abocaron a la tarea de exhibir la feroz amenaza de los marcianos y otros repulsivos extranjeros reptiloides o cucaracháceos, que a veces adoptan forma humana para engañar incautos y para reducir, de paso, los costos de filmación. 


Mientras tanto, aquí en la tierra, ha mejorado el panorama. Es verdad que la oferta de malos ha caído, pero al sur del mundo sigue habiendo villanos de larga duración. A Fidel Castro, el Pentágono tendría que levantarle un monumento, por sus cuarenta años de abnegada labor. Muammar al-Khaddafi, que había sido un villano bastante cotizado, trabaja poco o nada en la actualidad, pero Saddam Hussein, que fue bueno en los años ochenta, en los noventa pasó a ser malo malísimo, y sigue resultando tan útil que, a principios del 98, los Estados Unidos amenazaron con invadir Irak, por segunda vez, para que la gente se dejara de hablar de las costumbres sexuales del presidente Bill Clinton. A principios del 91, otro presidente, George Bush, había advertido que no había por qué ponerse a buscar enemigos en las lejanías siderales. Después de invadir Panamá, y mientras invadía Irak, Bush sentenció: 



- El mundo es un lugar peligroso. 

Y esta certeza siguió siendo, a lo largo de los años, la más irrefutable justificación de la próspera industria militar y del presupuesto de guerra más alto del planeta, que misteriosamente se llama presupuesto de Defensa. El nombre constituye un enigma. Los Estados Unidos no han sido invadidos por nadie, desde que los ingleses quemaron la ciudad de Washington en 1812. Salvo una fugaz excursión de Pancho Villa en los tiempos de la revolución mexicana, ningún enemigo ha atravesado sus fronteras. En cambio, los Estados Unidos han tenido siempre la desagradable costumbre de invadir a los demás. 

Buena parte de la opinión pública norteamericana padece una asombrosa ignorancia acerca de todo lo que ocurre fuera de su país, y teme o desprecia lo que ignora. En el país que más ha desarrollado la tecnología de la información, los informativos de la televisión otorgan poco o ningún espacio a las novedades del mundo, como no sea para confirmar que los extranjeros tienen tendencia al terrorismo y a la ingratitud. Cada acto de rebelión o explosión de violencia, ocurra donde ocurra, se convierte en nueva prueba de que la conspiración internacional prosigue su marcha, alimentada por el odio y por la envidia. Poco importa que la guerra fría haya terminado, porque el demonio dispone de un amplio guardarropa y no sólo viste de rojo. Las encuestas indican que Rusia ocupa ahora el último lugar en la lista de enemigos, pero numerosos ciudadanos temen un ataque nuclear de algún grupo terrorista. No se sabe cuál es el grupo terrorista que tiene armas nucleares pero, como advierte el sociólogo Woody Allen, "ya nadie puede morder una hamburguesa, sin miedo a que estalle". En realidad, el más feroz atentado terrorista de la historia norteamericana ocurrió en 1995, en Oklahoma, y el autor no fue un extranjero provisto de armas nucleares, sino un ciudadano norteamericano, blanco, que había sido condecorado en la guerra contra Irak.



Entre todos los fantasmas del terrorismo internacional, el narcoterrorismo es el que más asusta. Decir la droga es como era, en otras épocas, decir la peste: el mismo terror, la misma sensación de impotencia. Una maldición misteriosa, encarnación del demonio que tienta y pierde víctimas: como todas las desgracias, viene de afuera. De la marihuana, antes llamada the killer weed, la yerba asesina, ya se habla poco, y quizás algo tiene que ver el hecho de que las plantas de marihuana se han incorporado exitosamente a la agricultura local y se cultivan en once estados de la Unión. En cambio, la heroína y la cocaína, producidas en el extranjero, han sido elevadas a la categoría de enemigos que socavan las bases de la nación.

Las fuentes oficiales estiman que los ciudadanos norteamericanos gastan en drogas unos 110 mil millones de dólares al año, lo que equivale a una décima parte del valor de toda la producción industrial del país. Las autoridades jamás han atrapado ni a un solo traficante norteamericano de alguna importancia, pero la guerra contra las drogas ha multiplicado a los consumidores. Como ocurría con el alcohol en tiempos de la ley seca, la prohibición estimula la demanda y hace florecer las ganancias. Según Joe McNamara, que fue jefe de policía en San José de California, las ganancias llegan al 17.000 por ciento. 


La droga es tan norteamericana como el pastel de manzanas, norteamericana como tragedia y también como negocio, pero la culpa la tienen Colombia, Bolivia, Perú, México y demás malagradecidos. Al estilo de la guerra del Vietnam, los helicópteros y los aviones bombardean los cultivos latinoamericanos culpables o sospechosos, con venenos químicos fabricados por Dow Chemical, Chevron, Monsanto y otras empresas. Esas fumigaciones, que arrasan la tierra y la salud humana, han demostrado ser más bien inútiles para erradicar las plantaciones, que simplemente se mudan a otro lugar. Los campesinos que cultivan la coca o las amapolas, objetivos movedizos de las campañas militares, son, en realidad, el último orejón del tarro en el próspero negocio de la droga. Las materias primas pesan poco o nada en el precio final. Entre los campos donde se cosecha la coca y las calles de Nueva York, donde la cocaína se vende, el precio se multiplica entre cien y quinientas veces, según los bruscos vaivenes de la cotización del polvo blanco en el mercado clandestino. 

No hay mejor aliado que el narcotráfico para las instituciones bancarias, las fábricas de armas y los jefes militares: la droga brinda fortunas a los bancos y pretextos a la máquina de la guerra. Una industria ilegal de la muerte sirve, así, a la industria legal de la muerte: se militarizan, a la vez, el vocabulario y la realidad. Según uno de los voceros de la dictadura militar que asoló Brasil desde 1964, las drogas y el amor libre eran tácticas de guerra revolucionaria contra la civilización cristiana. En 1985, el delegado norteamericano ante la conferencia sobre estupefacientes y psicotrópicos, dijo en Santiago de Chile que la lucha contra la droga había llegado a ser una guerra mundial. En 1990, el jefe de policía de Los Ángeles, Daryl Gates, opinó que había que cocinar a tiros a los consumidores de drogas, porque estamos en guerra. Poco antes, el presidente George Bush había exhortado a ganar la guerra contra las drogas, y había explicado que ésa era una guerra internacional, porque eran de origen foráneo las drogas que constituían la amenaza más grave contra la nación. La guerra contra las drogas sigue siendo el tema infaltable en todos los discursos presidenciales, desde cualquier presidente de club de barrio que habla en la inauguración de una piscina, hasta el presidente de los Estados Unidos, que no pierde ocasión de confirmar su derecho a otorgar o negar certificados de buena conducta a los demás países. 

Un problema de salud pública se ha ido convirtiendo, así, en un problema de seguridad pública, que no reconoce fronteras. El Pentágono tiene el deber de intervenir en los campos de batalla donde se está librando la guerra contra la narcosubversión y el narcoterrorismo, dos palabras nuevas que juntan en la misma bolsa a la rebelión y a la delincuencia. La Estrategia Nacional contra la Droga no está dirigida por un médico, sino por un militar. 

Frank Hall, que fue jefe de narcóticos de la policía de Nueva York, declaró alguna vez: «Si la cocaína importada desapareciera, sería reemplazada en dos meses por drogas sintéticas». Parece cosa de sentido común; pero ocurre que el combate contra las fuentes latinoamericanas del Mal, proporciona la mejor coartada para mantener el más estricto control militar, y en gran medida político, de toda la región. El pentágono tiene la intención de instalar en Panamá un Centro Multilateral Antidrogas, para coordinar la lucha contra el narcotráfico de los ejércitos de las Américas. Panamá ha sido una gran base militar norteamericana durante todo el siglo veinte. El tratado que impuso esa humillación llega hasta el último día del siglo, y la lucha contra las drogas bien podría exigir la prórroga del alquiler del país por otra eternidad. 



Hace ya algún tiempo que la droga viene justificando la intervención militar norteamericana en los países del sur del río Bravo. Precisamente, Panamá fue la víctima de la primera invasión que mintió esa coartada. En 1989, veintiséis mil soldados irrumpieron en Panamá y, a sangre y fuego, impusieron a un presidente, el impresentable Guillermo Endara, que multiplicó el narcotráfico con el pretexto de combatirlo. Y es en nombre de la guerra contra la droga, que el Pentágono se está metiendo en Colombia, Perú y Bolivia, como Perico por su casa. Esta sagrada causa, vade retro Satanás, también sirve para brindar a los militares latinoamericanos una nueva razón de ser, para estimular su regreso al escenario civil y para otorgarles los recursos que necesitan a la hora de hacer frente a las frecuentes explosiones de protesta social.

El general Jesús Gutiérrez Rebollo, que encabezaba la guerra contra las drogas en México, ya no duerme en su casa. Desde febrero de 1997, está preso por tráfico de cocaína. Pero los helicópteros y las armas sofisticadas que los Estados Unidos han enviado a México para combatir las drogas, han demostrado ser los más útiles contra los campesinos alzados en Chiapas y en otros lugares. Buena parte de la ayuda militar norteamericana antinarcóticos se utiliza, en Colombia, para matar campesinos en áreas que no tienen nada que ver con las drogas. Las fuerzas armadas que más sistemáticamente violan los derechos humanos, como es el caso de Colombia, son las que más asistencia norteamericana están recibiendo, en armamentos y en asesoría técnica. Esas fuerzas armadas llevan ya unos cuantos años en guerra contra los pobres enemigos del orden, y en defensa del orden enemigo de los pobres. 

Al fin y al cabo, de eso se trata. Exactamente de eso: la guerra contra las drogas es una máscara de la guerra social. Lo mismo ocurre con la guerra contra la delincuencia común. Se sataniza al drogadicto y, sobre todo, al drogadicto pobre, como se sataniza al pobre que roba, para absolver a la sociedad que los genera. ¿Contra quiénes se aplica la ley? En Argentina, la cuarta parte de los presos sin condena está entre rejas por la tenencia de menos de cinco gramos de marihuana o cocaína. En los Estados Unidos, la cruzada antinarcóticos está centrada en el crack, la devastadora cocaína de cuarta categoría que consumen los negros, los latinos y demás carne de cárcel. Según confiesan los datos del US Public Health Service, son blancos ocho de cada diez presos por drogas. En las prisiones federales norteamericanas, han estallado algunas revueltas que los medios de comunicación difundieron como motines raciales: eran protestas contra la injusticia de las sentencias, que castigan a los adictos al crack con una severidad cien veces mayor que la que se aplica contra los consumidores de cocaína. Literalmente, cien veces: según la ley federal, un gramo de crack equivale a cien gramos de cocaína. Los presos por crack son casi todos negros. 

En América latina, donde los delincuentes pobres son el nuevo enemigo interno de la seguridad nacional, la guerra contra las drogas apunta al objetivo que Nilo Batista describe en Brasil: «El adolescente negro de las favelas, que vende drogas a otros adolescentes bien nacidos». ¿Un asunto de farmacia o una afirmación del poder social y racial? En Brasil, y en todas partes, los muertos por la guerra contra las drogas son mucho más numerosos que los muertos por sobredosis de drogas. 




FUENTE: Patas Arriba. La Escuela del Mundo al Revés, 1998, Eduardo Galeano. En línea: http://www.ateneodelainfancia.org.ar/uploads/galeanoescuela.pdf

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