sábado, 30 de agosto de 2014

Patas Arriba (IX). Lecciones contra los vicios inútiles


El desempleo multiplica la delincuencia, y los salarios humillantes la estimulan. Nunca tuvo tanta actualidad el viejo proverbio que enseña: El vivo vive del bobo, y el bobo de su trabajo. En cambio, ya nadie dice, porque nadie lo creería, aquello de trabaja y prosperarás

El derecho laboral se está reduciendo al derecho de trabajar por lo que quieran pagarte y en las condiciones que quieran imponerte. El trabajo es el vicio más inútil. No hay en el mundo mercancía más barata que la mano de obra. Mientras caen los salarios y aumentan los horarios, el mercado laboral vomita gente. Tómelo o déjelo, que la cola es larga. 


Empleo y desempleo en el tiempo del miedo 

La sombra del miedo muerde los talones del mundo, que anda que te anda, a los tumbos, dando sus últimos pasos hacia el fin de siglo. Miedo de perder: perder el trabajo, perder el dinero, perder la comida, perder la casa, perder: no hay exorcismo que pueda proteger a nadie de la súbita maldición de la mala pata. Hasta el más ganador puede, de buenas a primeras, convertirse en perdedor, un fracasado indigno de perdón ni compasión. 


¿Quién se salva del terror a la desocupación? ¿Quién no teme ser un náufrago de las nuevas tecnologías, o de la globalidad, o de cualquier otro de los muchos mares picados del mundo actual? Los oleajes, furiosos, golpean: la ruina o la fuga de las industrias locales, la competencia de la mano de obra más barata de otras latitudes, o el implacable avance de las máquinas, que no exigen salario, ni vacaciones, ni aguinaldo, ni jubilación, ni indemnización por despido, ni nada más que la electricidad que las alimenta. 

El desarrollo de la tecnología no está sirviendo para multiplicar el tiempo de ocio y los espacios de libertad, sino que está multiplicando la desocupación y está sembrando el miedo. Es universal el pánico ante la posibilidad de recibir la carta que lamenta comunicarle que nos vemos obligados a prescindir de sus servicios en razón de la nueva política de gastos, o debido a la impostergable reestructuración de la empresa, o porque sí nomás, que ningún eufemismo alivia el fusilamiento. Cualquiera puede caer, en cualquier momento y en cualquier lugar; cualquiera puede convertirse, de un día para el otro, en un viejo de cuarenta años. 

En su informe sobre los años 96 y 97, dice la OIT, la Organización Internacional del Trabajo, que «la evolución del empleo en el mundo sigue siendo desalentadora». En los países industrializados, el desempleo sigue estando muy alto y aumentan las desigualdades sociales, y en los llamados países en desarrollo, hay un progreso espectacular del desempleo, una pobreza creciente y un descenso del nivel de vida. «De ahí que cunda el miedo», concluye el informe. Y el miedo cunde: el trabajo o la nada. A la entrada de Auschwitz, el campo nazi de exterminio, un gran cartel decía: El trabajo libera. Más de medio siglo después, el funcionario o el obrero que tiene trabajo debe agradecer el favor que alguna empresa le hace permitiéndole romperse el alma día tras día, carne de rutina, en la oficina o en la fábrica. Encontrar trabajo, o conservarlo, aunque sea sin vacaciones, ni jubilaciones, ni nada, y aunque sea a cambio de un salario de mierda, se celebra como si fuera milagro. 



San Cayetano es el que más gente convoca en Argentina. Acuden las multitudes a implorar trabajo al patrono de los desempleados. Ningún otro santo, ni santa, tiene tanta clientela. Entre mayo y octubre del 97, aparecieron nuevas fuentes de trabajo. No se sabe si fue obra de san Cayetano o de la democracia: se venían las elecciones legislativas, y el gobierno argentino apabulló al santo repartiendo medio millón de empleos a diestra y siniestra. Pero los empleos, que pagaban salarios de doscientos dólares mensuales, duraron poco más que la campaña electoral. Algún tiempo después, el presidente Menem aconsejó a los argentinos que jugaran al golf, porque eso distrae y afloja los nervios. 

Cada vez hay más desocupados en el mundo. Al mundo le sobra cada vez más gente. ¿Qué harán los dueños del mundo con tanta humanidad inútil? ¿La mandarán a la luna? A principios del 98, las gigantescas manifestaciones en Francia, Alemania, Italia y otros países europeos ganaron los titulares de la prensa mundial. Algunos desempleados desfilaron metidos dentro de las bolsas negras de la basura: era la puesta en escena del drama del trabajo en el mundo actual. En Europa, todavía hay subsidios que alivian la suerte de los desocupados; pero el hecho es que uno de cada cuatro jóvenes no consigue empleo fijo. El trabajo en negro, al margen de la ley, se ha triplicado en Europa en el último cuarto de siglo. En Gran Bretaña, son cada vez más numerosos los trabajadores que permanecen en sus casas, siempre disponibles y sin cobrar nada, hasta que suena el teléfono. Entonces trabajan por un tiempo, al servicio de una agencia contratista. Después, vuelven al hogar, y sentados esperan que el teléfono suene nuevamente. 



La globalización de una galera, donde las fábricas desaparecen por arte de magia, fugadas a los países pobres; la tecnología que reduce vertiginosamente el tiempo de trabajo necesario para la producción de cada cosa, empobrece y somete a los trabajadores, en lugar de liberarlos de la necesidad y de la servidumbre; y el trabajo ha dejado de ser imprescindible para que el dinero se reproduzca. Son muchos los capitales que se desvían hacia las inversiones especulativas. Sin transformar la materia, y sin tocarla siquiera, el dinero se reproduce con más fecundidad haciendo el amor consigo mismo. Siemens, una de las mayores empresas industriales del mundo, está ganando más con sus inversiones financieras que con sus actividades productivas.

En los Estados Unidos hay mucha menos desocupación que en Europa, pero los nuevos empleos son precarios, mal pagados y sin protección social. «Lo veo entre mis alumnos», dice Noam Chomsky. «Ellos temen que, si no se comportan como es debido, nunca conseguirán trabajo, y eso tiene un efecto disciplinario». Sólo uno de cada diez trabajadores tiene el privilegio de un empleo permanente, y a tiempo completo, en las quinientas empresas norteamericanas de mayor magnitud. De cada diez nuevos empleos que se ofrecen en Gran Bretaña, nueve son precarios; en Francia, ocho de cada diez. La historia está pegando un salto de dos siglos, pero hacia atrás: la mayoría de los trabajadores no tiene, en el mundo actual, estabilidad laboral ni derecho a la indemnización por despido; y la inseguridad laboral derrumba los salarios. Seis de cada diez norteamericanos están recibiendo salarios inferiores a los salarios de hace un cuarto de siglo, aunque en estos veinticinco años la economía de los Estados Unidos ha crecido un cuarenta por ciento.

A pesar de esto, miles y miles de braceros mexicanos, los espaldas mojadas, siguen atravesando el río de la frontera y siguen arriesgando la vida en busca de otra vida. En un par de décadas se ha duplicado la brecha entre los salarios de los Estados Unidos y los de México. La diferencia era de cuatro veces; ahora, de ocho. Como bien saben los capitales que emigran al sur en busca de brazos baratos, y como bien saben los brazos baratos que intentan emigrar al norte, el trabajo es, en México, la única mercancía que cada mes baja de precio. En estos últimos veinte años, buena parte de la clase media ha caído en la pobreza, los pobres han caído en la miseria y los miserables se han caído de los cuadros estadísticos. La estabilidad de los que tienen trabajo está garantizada por la ley, pero en los hechos depende de la Virgen de Guadalupe. 

La precariedad en el empleo, factor principal, junto a la desocupación, de la crisis de los salarios, es universal como la gripe. Se padece en todas partes, y a todos los niveles. Nadie está a salvo. Ni siquiera respiran en paz los trabajadores especializados en los sectores más sofisticados y dinámicos de la economía mundial. También allí, la contratación a destajo está sustituyendo velozmente los empleos fijos. En las telecomunicaciones y la electrónica, ya están funcionando las empresas virtuales, que necesitan muy poca gente. Las tareas se realizan de computadora a computadora, sin que los trabajadores se conozcan entre sí y sin que conozcan a sus empleadores, fugitivos fantasmas que no deben obediencia a ninguna legislación nacional. Los profesionales altamente calificados están tan condenados a la incertidumbre y a la inestabilidad laboral como cualquier hijo de vecino, aunque ganen mucho más y aunque sean los niños mimados, siempre abstractos, de las revistas que elogian los milagros de la tecnología en la era de la felicidad universal.

El miedo a la pérdida del empleo, y la angustia de no encontrarlo, no son para nada ajenos a un disparate que las estadísticas registran, y que sólo puede parecer normal en un mundo que ha perdido todos los tornillos. En los últimos treinta años, los horarios de trabajo declarados, que suelen ser inferiores a los horarios reales, aumentaron notablemente en Estados Unidos, Canadá y Japón, y sólo disminuyeron, un poco, en algunos países europeos. Éste es un alevoso atentado contra el sentido común, cometido por el mundo al revés: el asombroso aumento de la productividad operado por la revolución tecnológica no sólo no se traduce en una evolución proporcional de los salarios, sino que ni siquiera disminuye los horarios de trabajo en los países de más alta tecnología. En los Estados Unidos, las frecuentes encuestas indican que el trabajo es, actualmente, la principal fuente de stress, muy por encima de los divorcios y del miedo a la muerte, y en Japón el karoshi, el exceso de trabajo, está matando diez mil personas por año.

Cuando el gobierno de Francia decidió, en mayo del 98, reducir la semana laboral de 39 a 35 horas, dando así una elemental lección de cordura, la medida desató clamores de protesta entre empresarios, políticos y tecnócratas. En Suiza, que no tiene problemas de desempleo, me tocó asistir, hace algún tiempo, a un acontecimiento que me dejó turulato. Un plebiscito propuso trabajar menos horas sin disminuir los salarios, y los suizos votaron en contra. Recuerdo que no lo entendí, confieso que sigo sin entenderlo todavía. El trabajo es una obligación universal desde que Dios condenó a Adán a ganarse el pan con el sudor de su frente, pero no hay por qué tomarse tan a pecho la voluntad divina. Sospecho que este fervor laboral tiene mucho que ver con el terror al desempleo, aunque en el caso de Suiza el desempleo sea una amenaza borrosa y lejana, y con el pánico al tiempo libre. Ser es ser útil, para ser hay que ser vendible. El tiempo que no se traduce en dinero, tiempo libre, tiempo de vida vivida por el placer de vivir y no por el deber de producir, genera miedo. Al fin y al cabo, eso nada tiene de nuevo. El miedo ha sido siempre, junto con la codicia, uno de los dos motores más activos del sistema que otrora se llamaba capitalismo. El miedo al desempleo permite que impunemente se burlen los derechos laborales. La jornada máxima de ocho horas ya no pertenece al orden jurídico, sino al campo literario, donde brilla entre otras obras de la poesía surrealista; y ya son reliquias, dignas de ser exhibidas en los museos de arqueología, los aportes patronales a la jubilación obrera, la asistencia médica, el seguro contra accidentes
de trabajo, el salario vacacional, el aguinaldo y las asignaciones familiares. Los derechos laborales, legalmente consagrados con valor universal, habían sido, en otros tiempos, frutos de otros miedos: el miedo a las huelgas obreras y el miedo a la amenaza de la revolución social, que tan al acecho parecía. Pero aquel poder asustado, el poder de ayer, es el poder que hoy por hoy asusta, para ser obedecido. Y así se rifan, en un ratito, las conquistas obreras que habían costado dos siglos. 

El miedo, padre de familia numerosa, también genera odio. En los países del norte del mundo, suele traducirse en odio contra los extranjeros que ofrecen sus brazos a precios de desesperación. Es la invasión de los invadidos. Ellos vienen desde las tierras donde una y mil veces habían desembarcado las tropas coloniales de conquista y las expediciones militares de castigo. Los que hacen, ahora, este viaje al revés, no son soldados obligados a matar: son trabajadores obligados a vender sus brazos en Europa o al norte de América, al precio que sea. Viene de África, de Asia, de América latina y, en estos últimos años, después de la hecatombe del poder burocrático, también vienen del este europeo. 


En los años de la gran expansión económica europea y norteamericana, la prosperidad creciente exigía más y más mano de obra, y poco importaba que los brazos fueran extranjeros, mientras trabajaran mucho y cobraran poco. En los años del estancamiento, o del 
crecimiento enfermo y amenazado por la crisis, los huéspedes inevitables se han vuelto intrusos indeseables: huelen mal, hacen ruido y quitan empleos. Esos trabajadores, chivos emisarios de la desocupación y de todas las desgracias, están también condenados al miedo. Varias espadas penden sobre sus cabezas: la siempre inminente expulsión del país adonde han llegado, huyendo de la vida penosa, y la siempre posible explosión del racismo, sus advertencias sangrientas, sus castigos: turcos incendiados, árabes acuchillados, negros baleados, mexicanos apaleados. Los inmigrantes pobres realizan las tareas más pesadas y peor pagadas, en los campos y en las calles. Después de las horas de trabajo, vienen las horas de peligro. Ninguna tinta mágica los baña para hacerlos invisibles. 

Paradójicamente, muchos trabajadores del sur del mundo emigran al norte, o intentan contra viento y marea esa aventura prohibida, mientras muchas fábricas del norte emigran al sur. El dinero y la gente se cruzan en el camino. El dinero de los países ricos viaja hacia los países pobres atraído por los jornales de un dólar y las jornadas sin horarios, y los trabajadores de los países pobres viajan, o quisieran viajar, hacia los países ricos, atraídos por las imágenes de felicidad que la publicidad ofrece o la esperanza inventa. El dinero viaja sin aduanas ni problemas; lo reciben besos y flores y sones de trompetas. Los trabajadores que emigran, en cambio, emprenden una odisea que a veces termina en las profundidades del mar Mediterráneo o del mar Caribe, o en los pedregales del río Bravo. 

En otras épocas, mientras Roma se apoderaba de todo el Mediterráneo y mucho más, los ejércitos regresaban arrastrando caravanas de prisioneros de guerra. Esos prisioneros se convertían en esclavos, y la cacería de esclavos empobrecía a los trabajadores libres. Cuantos más esclavos había en Roma, más caían los salarios y más difícil resultaba encontrar empleo. Dos mil años después, el empresario argentino Enrique Pescarmona hizo una verdadera alabanza de la globalización: 

-Los asiáticos trabajan veinte horas al día -declaró- por ochenta dólares al mes. Si quiero competir, tengo que recurrir a ellos. Es el mundo globalizado. Las chicas filipinas, en nuestras oficinas en Hong Kong, están siempre dispuestas. No hay sábados ni domingos. Si se tienen que quedar varios días de corrido sin dormir, lo hacen, y no cobran horas extras ni piden nunca nada. 

Unos meses antes de esta elegía, se había incendiado una fábrica de muñecas en Bangkok. Las obreras, que ganaban menos de un dólar por día, y comían y dormían en la fábrica, murieron quemadas vivas. La fábrica estaba cerrada por fuera, como los barracones en la época de la esclavitud. 

Son numerosas las industrias que emigran a los países pobres, en busca de brazos, que los hay baratísimos y en abundancia. Los gobiernos de esos países pobres dan la bienvenida a las nuevas fuentes de trabajo, que en bandeja de plata traen los mesías del progreso. Pero en muchos de esos países pobres, el nuevo proletariado fabril labora en condiciones que evocan el nombre que el trabajo tenía en tiempos del Renacimiento: tripalium, que era también el nombre de un instrumento de tortura. El precio de una camiseta con la imagen de la princesa Pocahontas, vendida por la casa Disney, equivale al salario de una semana del obrero que ha cosido esa camiseta en Haití, a un ritmo de 375 camisetas por hora. Haití fue el primer país en el mundo que abolió la esclavitud; y dos siglos después de aquella hazaña, que muchos muertos costó, el país padece la esclavitud asalariada. La cadena McDonald’s regala juguetes a sus clientes infantiles. Esos juguetes se fabrican en Vietnam, donde las obreras trabajan diez horas seguidas, en galpones cerrados a cal y canto, a cambio de ochenta centavos. Vietnam había derrotado la invasión militar de los Estados Unidos; y un cuarto de siglo después de aquella hazaña, que muchos muertos costó, el país padece la humillación globalizada.

La cacería de brazos ya no requiere ejércitos, como ocurría en los tiempos coloniales. De eso se encarga, solita, la miseria que padece la mayor parte del planeta. Es la muerte de la geografía: los capitales atraviesan las fronteras a la velocidad de la luz, por obra y gracia de las nuevas tecnologías de la comunicación y del transporte, que han hecho desaparecer el tiempo y las distancias. Y cuando una economía se resfría en algún lugar del planeta, otras economías estornudan en la otra punta del mundo. A fines del 97, la devaluación de la moneda en Malasia implicó el sacrificio de miles de empleos en la industria del calzado del sur de Brasil. 



Los países pobres están metidos, con alma y vida y sombrero, en el concurso universal de la buena conducta, a ver quién ofrece salarios más raquíticos y más libertad para envenenar el medio ambiente. Los países compiten entre sí, a brazo partido, para seducir a las grandes empresas multinacionales. Las mejores condiciones para las empresas son las peores condiciones para el nivel de salarios, la seguridad en el trabajo y la salud de la tierra y de la gente. A lo largo y a lo ancho del mundo, los derechos de los trabajadores se están nivelando hacia abajo, mientras la mano de obra disponible se multiplica como nunca antes, ni en los peores tiempos, había ocurrido. 

«La globalización tiene ganadores y perdedores», advierte un informe de las Naciones Unidas. «Se supone que una marea de riqueza en ascenso levantará todos los botes. Pero algunos pueden navegar mejor que otros. Los yates y los transoceánicos de hecho se están elevando, en respuesta a las nuevas oportunidades, pero las balsas y los botes de remo están haciendo agua, y algunos se están hundiendo rápidamente». Los países tiemblan ante la posibilidad de que el dinero no venga, o que el dinero huya. El naufragio es una realidad o una amenaza que se traduce en el pánico generalizado. Si no se portan bien, dicen las empresas, nos vamos a Filipinas, o a Tailandia, o a Indonesia, o a China, o a Marte. Portarse mal significa: defender la naturaleza o lo que quede de ella, reconocer el derecho de formar sindicatos, exigir el respeto de las normas internacionales y de las leyes locales, elevar el salario mínimo. 

En 1995, la cadena de tiendas GAP vendía en Estados Unidos camisas made in El Salvador. Por cada camisa vendida a veinte dólares, los obreros salvadoreños recibían 18 centavos. Los obreros, o mejor dicho obreras, porque eran en su mayoría mujeres y niñas, que se deslomaban más de catorce horas por día en el infierno de los talleres, organizaron un sindicato. La empresa contratista echó a trecientos cincuenta. Vino la huelga. Hubo palizas de la policía, secuestros, prisiones. A fines del 95, las tiendas GAP anunciaron que se marchaban al Asia. 

En América latina, la nueva realidad del mundo se traduce en un vertical crecimiento del llamado sector informal de la economía. El sector informal, que traducido significa trabajo al margen de la ley, ofrece 85 de cada cien nuevos empleos. Los trabajadores fuera de la ley trabajan más, ganan menos, no reciben beneficios sociales y no están amparados por las garantías laborales conquistadas en largos años, duros años, de lucha sindical. Y tampoco es mucho mejor la situación de los trabajadores legales: desregulaciónflexibilización son los eufemismos que definen una situación en la que cada cual debe arreglárselas como pueda. Esa situación fue certeramente definida por una vieja obrera paraguaya, que me comentó, a propósito de su jubilación de hambre:

-Si éste es el premio, ¡cómo será el castigo! 

Jorge Bermúdez tiene tres hijos y tres empleos. Al alba, sale a recorrer las calles de la ciudad de Quito en un viejo Chevrolet que hace de taxi. Desde la primera hora de la tarde, dicta clases de inglés. Hace dieciséis años que él es profesor en un colegio público, donde gana ciento cincuenta dólares mensuales. Cuando termina su jornada en el colegio público, empieza en un colegio privado, hasta la medianoche. Jorge Bermúdez no tiene nunca ningún día libre. Desde hace tiempo, sufre ardores de estómago, y anda de mal humor y con poca paciencia. Un psicólogo le explicó que esos eran malestares psicosomáticos y trastornos de conducta derivados del exceso de trabajo, y le indicó que debía abandonar dos de sus tres empleos para restablecer su salud física y mental. El psicólogo no le indicó cómo hacer para llegar a fin de mes. 




En el mundo al revés, la educación no paga. La enseñanza pública latinoamericana es uno de los sectores más castigados por la nueva situación laboral. Maestros y profesores reciben elogios, la cursilería de los discursos que exaltan la abnegada labor de los apóstoles de la docencia que amorosamente moldean con sus manos la arcilla de las nuevas generaciones; y además, reciben salarios que se ven con lupa. El Banco Mundial llama a la educación una inversión en capital humano, lo que es, desde su punto de vista, un homenaje; pero en un informe reciente propone, como posibilidad, reducir los sueldos del profesorado en los países donde «la oferta de profesores» permita mantener el nivel docente.

¿Reducir los sueldos? ¿Qué sueldos? «Pobres, pero docentes», se dice en Uruguay, y también: «Tengo más hambre que maestro de escuela». Los profesores universitarios están en las mismas. A mediados del 95, leí en la prensa un llamado a concurso de la Facultad de Psicología de Montevideo. Se necesitaba un profesor de Ética, se ofrecían cien dólares por mes. Yo pensé que había que ser un mago de la ética para no corromperse con semejante fortuna. 





FUENTE: Patas Arriba. La Escuela del Mundo al Revés, 1998, Eduardo Galeano. En línea: http://www.ateneodelainfancia.org.ar/uploads/galeanoescuela.pdf

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