viernes, 22 de agosto de 2014

Patas Arriba (V). La Enseñanza del Miedo

«La justicia es como las serpientes: sólo muerde a los descalzos.» 
(Monseñor Óscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, asesinado en 1980) 

En un mundo que prefiere la seguridad a la justicia, hay cada vez más gente que aplaude el sacrificio de la justicia en los altares de la seguridad. En las calles de las ciudades, se celebran las ceremonias. Cada vez que un delincuente cae acribillado, la sociedad siente alivio ante la enfermedad que la acosa. La muerte de cada malviviente surte efectos farmacéuticos sobre los bienvivientes. La palabra farmacia viene de phármakos, que era el nombre que daban los griegos a las víctimas humanas de los sacrificios ofrendados a los dioses en tiempos de crisis.

El gran peligro del fin de siglo 

A mediados de 1982, ocurrió en Río de Janeiro un hecho de rutina: la policía mató a un sospechoso de hurto. La bala entró por la espalda, como suele ocurrir cuando los agentes de la ley matan en defensa propia, y el asunto fue archivado. En su informe, el jefe explicó que el sospechoso era un «verdadero microbio social», que había sido «absuelto, en este planeta, por su muerte». Los diarios, las radios y la televisión de Brasil frecuentemente definen a los delincuentes con un vocabulario que proviene de la medicina y de la zoología: virus, cáncer, infección social, animales, alimañas, insectos, fieras salvajes y también pequeñas fieras cuando se trata de niños. Los aludidos son siempre pobres. Cuando no lo son, la noticia merece la primera página: «Joven que murió robando», era de clase media, tituló el diario Folha do Sao Paulo, en su edición del 25 de octubre de 1995. 

Sin contar a las numerosas víctimas de los grupos parapoliciales, en 1992 la policía del estado de San Pablo mató oficialmente a cuatro personas por día, lo que al cabo del año dio un total cuatro veces mayor que todos los muertos de la dictadura militar que reinó en Brasil durante quince años. A fines del 95, se otorgó aumento de sueldo a los policías de Río de Janeiro que actuaran con «valentía y arrojo». Ese aumento se tradujo de inmediato en otro aumento: se multiplicó la cantidad de presuntos delincuentes acribillados a tiros. «No son ciudadanos, son bandidos», explica el general Nilton Cerqueira, estrella de la represión en la dictadura militar y actual responsable de la seguridad pública en Río. Él siempre ha creído que un buen soldado y un buen policía disparan primero y preguntan después. 

Las fuerzas armadas latinoamericanas habían cambiado de orientación, a partir del terremoto de la revolución cubana en 1959. De la defensa de las fronteras de cada país, que era su tarea tradicional, habían pasado a ocuparse del enemigo interno, la sublevación guerrillera y sus múltiples incubadoras, porque así lo exigía la defensa del mundo libre y del orden democrático. Inspirados por esos propósitos, los militares acabaron con la libertad y con la democracia en muchos países. Sólo en cuatro años, entre 1962 y 1966, hubo nueve golpes de estado en América latina; y en los años siguientes, los hombres de uniforme siguieron derribando gobiernos civiles y masacrando gente, según mandaba el catecismo de la doctrina de la seguridad nacional. Ha pasado el tiempo, el orden civil se ha restablecido. El enemigo sigue siendo interno, pero ya no es el que era. Las fuerzas armadas están empezando a participar en la lucha contra los llamados delincuentes comunes. La doctrina de la seguridad nacional está siendo desplazada por la histeria de la seguridad pública. Por regla general, a los militares no les gusta ni un poquito que los rebajen a la categoría de meros policías; pero la realidad exige. 




Hasta hace unos treinta años, el orden había tenido enemigos de todos los colores, desde el rosa pálido hasta el rojo fuego. La actividad de los ladrones de gallinas y de los navajeros de suburbios no atraía más que a los lectores de las páginas policiales, a los devoradores de truculencias y a los expertos en criminología. Ahora, en cambio, la llamada delincuencia común es una obsesión universal. El delito se ha democratizado, y ya está al alcance de cualquiera: lo ejercen muchos, lo padecen todos. Tamaño peligro constituye la fuente más fecunda de inspiración para los políticos y los periodistas que, a grito pelado, exigen mano dura y pena de muerte; y también ayuda al éxito civil de algunos jefes militares. El pánico colectivo, que identifica a la democracia con el caos y la inseguridad, es una de las explicaciones posibles para la buena fortuna de las campañas políticas de algunos generales latinoamericanos. Hasta hace pocos años, esos militares habían ejercido dictaduras sangrientas, o habían participado en ellas como protagonistas de primer plano, pero después se metieron en la contienda democrática con sorprendente eco popular. El general Ríos Montt, ángel exterminador de los indígenas de Guatemala, encabezaba las encuestas cuando se prohibió su candidatura presidencial, y lo mismo ocurrió con el general Oviedo en Paraguay. El general Bussi, que mientras mataba sospechosos depositaba en los bancos suizos el sudor de su frente, fue electo y reelecto gobernador de la provincia argentina de Tucumán; y otro asesino uniformado, el general Banzer, fue recompensado con la presidencia de Bolivia. 

Los técnicos del Banco Interamericano de Desarrollo, capaces de traducir en dinero la vida y la muerte, calculan que América latina pierde cada año 168 mil millones de dólares por el auge del delito. Estamos ganando el campeonato mundial del crimen. Los homicidios latinoamericanos superan en seis veces el promedio mundial. Si la economía creciera al ritmo que crece el crimen, seríamos los más prósperos del planeta. ¿Paz en El Salvador? ¿Qué paz? Al ritmo de un asesinato por hora, El Salvador está duplicando la violencia de los peores años de la guerra. La industria del secuestro es la más lucrativa en Colombia, Brasil y México. En nuestras grandes ciudades, ninguna persona puede considerarse normal si no ha sufrido, al menos, una tentativa de robo. Hay cinco veces más asesinatos en Río de Janeiro que en Nueva York. Bogotá es la capital de la violencia, Medellín es la ciudad de las viudas. Los policías de elite, miembros de los grupos especiales, han empezado a patrullar las calles de algunas ciudades latinoamericanas: están equipados, de la cabeza a los pies, para la tercera guerra mundial. Llevan visor nocturno de infrarrojos, audífono, micrófono y chaleco antibalas; en la cintura cargan cápsulas de agresivos químicos y municiones; un fusil ametralladora en la mano y una pistola en el muslo. 


En Colombia, de cada cien crímenes, noventa y siete quedan impunes. Parecida es la proporción de impunidad de los suburbios de Buenos Aires, donde hasta hace poco tiempo, la policía dedicaba sus mejores energías a ejercer la delincuencia y a fusilar jóvenes: desde la restauración de la democracia en 1983, hasta mediados del 97, la policía había fusilado a 314 muchachos de aspecto sospechoso. A fines del 97, en plena reorganización policial, la prensa informó que había cinco mil uniformados que cobraban sueldo, pero nadie sabía qué hacían, ni dónde estaban. Al mismo tiempo, las encuestas revelaban el descrédito de las fuerzas del orden en el Río de la Plata: poquitos eran los argentinos y los uruguayos dispuestos a recurrir a la policía ante cualquier problema grave. Seis de cada diez uruguayos aprobaban la justicia por mano propia, y unos cuantos se afiliaban al Club de Tiro. 

En los Estados Unidos, cuatro de cada diez ciudadanos reconocen, en los sondeos de opinión, que han alterado sus rutinas de vida por causa de la criminalidad y, al sur del Río Bravo, se habla de robos y de asaltos tanto como del fútbol o del tiempo. La industria de la opinión pública echa leña a la hoguera, y mucho contribuye a convertir la seguridad pública en manía pública; pero hay que reconocer que la realidad es la que más ayuda. Y la realidad dice que la violencia crece todavía más de lo que las estadísticas confiesan. En muchos países, la gente no hace las denuncias, porque no cree en la policía, o le teme. El periodista uruguayo llama superbandas a las bandas autoras de los asaltos espectaculares, y polibandas a las que tienen policías entre sus miembros. De cada diez venezolanos, nueve creen que la policía roba. En 1996, la mayoría de los policías de Río de Janeiro admitió que había recibido propuestas de sobornos, mientras uno de sus jefes opinaba que «la policía fue creada para que sea corrupta» y atribuía la culpa a la sociedad, «que desea una policía corrupta y violenta». 

Un informe recibido por Amnistía Internacional, de fuentes oficiosas de la propia policía, reveló que los uniformados cometen seis de cada diez delitos en la capital mexicana. Para atrapar a cien delincuentes a lo largo de un año, se requieren catorce policías en Washington, quince en París, dieciocho en Londres y mil doscientos noventa y cinco policías en la ciudad de México. En 1997, el alcalde admitió: 

-Hemos permitido que los policías se corrompieran en exceso. 

-¿En exceso? -preguntó el preguntón Carlos Monsiváis-. ¿Qué les pasa? ¿Son corruptos o le andan haciendo al honestito? Pónganle ganas. 

En este fin de siglo, todo se globaliza y todo se parece: la ropa, la comida, la falta de comida, las ideas, la falta de ideas, y también el delito y el miedo al delito. En el mundo entero, el crimen aumenta más de lo que los numeritos cantan, aunque muchos cantan: desde 1970, las denuncias de delitos han crecido tres veces más que la población mundial. En los países del este de Europa, mientras el consumismo enterraba al comunismo, la violencia cotidiana subía al ritmo en que caían los salarios: en los años noventa, se multiplicó por tres en Bulgaria, en la República Checa, en Hungría, en Letonia, en Lituania y en Estonia. El crimen organizado y el crimen desorganizado se han apoderado de Rusia, donde florece como nunca la delincuencia infantil. Se llaman olvidados los niños que vagan por las calles de las ciudades rusas: «Tenemos centenares de miles de niños sin hogar», reconoce, al fin del siglo, el presidente Boris Yeltsin. 

En los Estados Unidos, el pánico a los asaltos se tradujo de la más elocuente manera en una ley promulgada en Louisiana, a finales del 97. Esa ley autoriza a cualquier automovilista a matar a quien intente robarlo, aunque el ladrón esté desarmado. La reina de la belleza de Louisiana promovió, por televisión, con todos los dientes de su sonrisa, este fulminante método para evitar molestias. Mientras tanto, había subido espectacularmente la popularidad del alcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani, que estaba golpeando duro a los delincuentes con su política de tolerancia cero. En Nueva York, el delito cayó en la misma proporción en que subieron las denuncias por brutalidad policial. La represión en plan bestia, pócima mágica muy elogiada por los medios de comunicación, se descargó con saña sobre los negros y otras minorías que suman la mayoría de la población neoyorquina. La tolerancia cero se convirtió, rápidamente, en un modelo ejemplar para las ciudades latinoamericanas.

Elecciones presidenciales en Honduras, 1997: la delincuencia es el tema central de los discursos de todos los candidatos, y todos prometen seguridad a una población espantada por las fechorías. Elecciones legislativas en Argentina, en el mismo año: la candidata Norma Miralles se proclama partidaria de la pena de muerte, pero con sufrimiento previo: «Es poco matar a un condenado, porque no sufre». Poco antes, el alcalde de Río de Janeiro, Luiz Paulo Conde, había dicho que prefería la cadena perpetua o los trabajos forzados, porque la pena de muerte tiene el inconveniente de ser «una cosa muy rápida». 

No hay ley que valga ante la invasión de los fuera de ley: se multiplican los asustados, y los asustados pueden ser más peligrosos que el peligro que los asusta. No sólo los vividores de la abundancia sienten el acoso. También muchos de los numerosos sobrevivientes de la escasez, pobres que sufren los zarpazos de otros más pobres o más desesperados que ellos. Turbas enloquecidas queman vivo a un niño por robar una naranja, titulan los diarios: entre 1979 y 1988, la prensa brasileña dio noticia de 272 linchamientos, furia ciega de los pobres contra los pobres, venganzas feroces ejecutadas por gente que no tenía dinero para pagar el servicio a la policía. Pobres eran también los autores de los cincuenta y dos linchamientos que ocurrieron en Guatemala en 1997, y pobres eran los autores de los 166 linchamientos que ocurrieron, entre 1986 y 1991, en Jamaica. Mientras tanto, en esos cinco años, el gatillo fácil de la policía jamaiquina mató a más de mil sospechosos: una encuesta posterior señaló que un tercio de la población cree que hay que ahorcar a los delincuentes, ya que ni la venganza popular ni la violencia policial son suficientes. Las encuestas de 1997 en Río de Janeiro y San Pablo revelaron que más de la mitad de la gente considera normal el linchamiento de los malhechores. 

Buena parte de la población aplaude también, a la vista o en secreto, a los escuadrones de la muerte, que aplican la pena capital, aunque la ley no la autorice, con la habitual participación o complicidad de policías y militares. En Brasil, empezaron matando guerrilleros. Después, delincuentes adultos. Después, homosexuales y mendigos. Después, adolescentes y niños. Silvio Cunha, presidente de una asociación de comerciantes de Río de Cunha, opinaba en 1991: 

-Matando a un joven favelado, se presta servicio a la sociedad. 

La dueña de una tienda en el barrio de Botafogo sufrió cuatro asaltos en dos meses. Un policía le explicó lo que ocurría: de nada servía llevar presos a los niños, porque el juez los soltaba y volvían al robo nuestro de cada día. 

-Depende de usted -dijo el policía. 

Y ofreció horas extras, a precio razonable, para cumplir el servicio: 

-Acabar con ellos -dijo. 

-¿Acabar? 

-Acabar, mismo. 


Por encargo de los comerciantes, los grupos de exterminio, que en Brasil gustan llamarse de autodefensa, se ocupan de la limpieza de las ciudades, mientras otros colegas pistoleros se ocupan de la limpieza de los campos, por cuenta de los latifundistas, acribillando a los campesinos sin tierra y a otra gente molesta. Según la revista Isto é (20 de mayo del 98), en el estado de Maranhao, la vida de un juez vale quinientos dólares, y cuatrocientos la de un sacerdote. Trescientos dólares cuesta matar a un abogado. Las organizaciones de asesinos de alquiler ofrecen sus servicios por Internet, con precios especiales para abonados. 


En Colombia, los escuadrones de la muerte, que dicen ser grupos de limpieza social, también empezaron matando guerrilleros, y ahora matan a cualquiera, al servicio de los comerciantes, los terratenientes, o de quien guste pagar. Muchos de sus miembros son policías y militares sin uniforme, pero también se entrenan verdugos de edad temprana. En Medellín, funcionan algunas escuelas de sicarios, que ofrecen dinero fácil y emociones fuertes a niños de quince años. Esos niños, instruidos en las artes del crimen, matan a veces, por encargo, a otros niños tan muertos de hambre como ellos. Pobres contra pobres, como de costumbre: la pobreza es una manta demasiado corta, y cada cual tira para su lado. Pero las víctimas pueden ser también prominentes políticos o periodistas famosos. El blanco elegido se llama perro o bulto. Los jóvenes asesinos cobran su trabajo según la importancia del perro y el riesgo de la operación. A menudo los exterminadores trabajan protegidos por las máscaras legales de las empresas que venden seguridad. A finales del 97, el gobierno colombiano reconoció que disponía de treinta inspectores para controlar a tres mil empresas de seguridad privada. El año anterior, hubo una inspección ejemplar: en una sola recorrida, que duró una semana, un inspector revisó cuatrocientos grupos de autodefensa. No encontró nada raro. 

Los escuadrones de la muerte no dejan huellas. Muy raras veces se rompe la regla de la impunidad; muy raras veces se rompe el silencio. Una excepción, en Colombia: a mediados del 91, sesenta mendigos murieron acribillados en la ciudad de Pereira. Los asesinos no fueron presos, pero al menos trece agentes de policía y dos oficiales se jubilaron, obligados por una «sanción disciplinaria». Otra excepción, en Brasil: a mediados del 93, fueron ametrallados cincuenta niños que dormían en los portales de la iglesia de la Candelaria, en Río de Janeiro. Ocho murieron. La matanza tuvo repercusión mundial y, a la larga, marcharon presos dos de los policías militares que, vestidos de civil, habían ejecutado la operación. Un milagro. 

Afanásio Jazadji fue electo diputado estadual con la mayor cantidad de votos de la historia del estado de San Pablo. Él había ganado su popularidad desde la radio. Día tras día, micrófono en mano, predicaba: «basta de problemas, ha llegado la hora de las soluciones. Solución al problema de las cárceles superpobladas: Tenemos que agarrar a todos esos presos incorregibles, ponerlos contra la pared y quemarlos con un lanzallamas. O meterles una bomba, búúúúúm, y asunto resuelto. Estos vagabundos nos están costando muchos millones y millones». En 1987, entrevistado por Bell Chevigny, Jazadji explicó que la tortura está muy bien, porque la policía sólo tortura a los culpables. A veces, dijo, la policía no sabe qué crímenes ha cometido el delincuente, y se entera golpeándolo, como hace el marido cuando propina una paliza a su mujer. La tortura, concluyó, es la única manera de conocer la verdad.

Allá por el año 1252, el papa Inocencio IV autorizó el suplicio contra los sospechosos de herejía. La Inquisición desarrolló la producción de dolor, que la tecnología del siglo veinte ha elevado a niveles de perfección industrial. Amnistía Internacional ha documentado la práctica sistemática de torturas con choques eléctricos en cincuenta países. En el siglo trece, el poder hablaba sin pelos en la lengua; ahora, la tortura se hace pero no se dice. El poder evita las malas palabras. A fines de 1996, cuando el Tribunal Supremo de Israel autorizó la tortura contra los prisioneros palestinos, la llamó presión física moderada. En América latina, las torturas se llaman apremios legales. Desde siempre, los delincuentes comunes, o quienes tengan cara de, sufren apremios en las comisarías de nuestros países. Es costumbre, se considera normal, que la policía arranque confesiones, mediante métodos de tormento idénticos a los que las dictaduras militares habían aplicado a los presos políticos. La diferencia está en que buena parte de aquellos presos políticos provenía de la clase media y, algunos, de la clase alta; y las fronteras de clase social son los únicos límites que la impunidad puede reconocer, a veces, en estos casos. En tiempos de horror militar, las campañas de denuncias, que llevaron adelante los organismos de derechos humanos, no siempre sonaron en campana de palo; algún eco encontraron, en ocasiones amplio eco, en el cerrado ámbito de los países sometidos a las dictaduras, y también en los medios universales de comunicación. A los presos comunes, en cambio, ¿quién los escucha? Ellos son socialmente despreciables y jurídicamente invisibles. Cuando alguno comete la locura de denunciar que ha sido torturado, la policía vuelve a someterlo a tratamiento, con multiplicado fervor. 

Cárceles inmundas, presos como sardinas en lata: en su gran mayoría, son presos sin condena. Muchos, sin proceso siquiera, están ahí no se sabe por qué. Si se compara, el infierno del Dante parece cosa de Disney. Continuamente, estallan motines en estas cárceles que hierven. Entonces, las fuerzas del orden cocinan a tiros a los desordenados y, de paso, matan a todos los que pueden, y así se alivia en algo el problema de la falta de espacio. En 1992, hubo más de cincuenta sublevaciones de presos en las cárceles latinoamericanas con más graves problemas de hacinamiento. Los motines dejaron un saldo de novecientos muertos, casi todos ejecutados a sangre fría.

Gracias a la tortura, que hace cantar a los mudos, muchos presos están presos por delitos que jamás cometieron, porque más vale inocente entre rejas que culpable en libertad. Otros han confesado asesinatos que resultan juegos de niños al lado de las hazañas de algunos generales, o robos que parecen chistes si se comparan con los fraudes de nuestros mercaderes y banqueros, o con las comisiones que cobran los políticos cada vez que venden algún pedazo de país. Las dictaduras militares ya no están, pero las democracias latinoamericanas tienen sus cárceles hinchadas de presos. Los presos son pobres, como es natural, porque sólo los pobres van presos en países donde nadie va preso cuando se viene abajo un puente recién inaugurado, cuando se derrumba un banco vaciado o cuando se desploma un edificio construido sin cimientos. 


El mismo sistema de poder que fabrica la pobreza es el que declara la guerra sin cuartel a los desesperados que genera. Hace un siglo, Georges Vacher de Lapouge exigía más guillotina para purificar la raza. Este pensador francés, que creía que todos los genios son alemanes, estaba convencido de que sólo la guillotina podía corregir los errores de la selección natural y detener la alarmante proliferación de los ineptos y de los criminales. «El buen bandido es el bandido muerto», dicen ahora, los que exigen una terapia social de mano dura. La sociedad tiene el derecho de matar, en legítima defensa de la salud pública, ante la amenaza de los arrabales plagados de vagos y drogadictos. Los problemas sociales se han reducido a problemas policiales, y hay un clamor creciente por la pena de muerte. Es un castigo justo, se dice, que ahorra gastos en cárceles, ejerce un saludable efecto de intimidación y resuelve el problema de la reincidencia suprimiendo al posible reincidente. Muriendo, se aprende. En la mayoría de los países latinoamericanos, la ley no autoriza la pena capital, aunque el terror de estado la aplica cada vez que el disparo de advertencia de un policía entra por la nuca de un sospechoso y cada vez que los escuadrones de la muerte fusilan con impunidad. Con o sin ley, el estado practica el homicidio con premeditación, alevosía y ventaja y, sin embargo, por mucho que el estado mate, no puede evitar el desafío de las calles convertidas en tierra de nadie. 

El poder corta y recorta la mala hierba, pero no puede atacar la raíz sin atentar contra su propia vida. Se condena al criminal, y no a la máquina que lo fabrica, como se condena al drogadicto, y no al modo de vida que crea la necesidad del consuelo químico y su ilusión de fuga. Así se exonera la responsabilidad a un orden social que arroja cada vez más gente a las calles y a las cárceles, y que genera cada vez más desesperanza y desesperación. La ley es como una telaraña, hecha para atrapar moscas y otros insectos chiquitos, y no para cortar el paso a los bichos grandes, ha comprobado Daniel Drew; y hace más de un siglo,  José Hernández, el poeta, había comparado a la ley con el cuchillo, que jamás ofende a quien lo maneja. Pero los discursos oficiales invocan la ley como si la ley rigiera para todos, y no solamente para los infelices que no pueden eludirla. Los delincuentes pobres son los villanos de la película; los delincuentes ricos escriben el guión y dirigen a los actores. 

En otros tiempos, la policía funcionaba al servicio de un sistema productivo que necesitaba mano de obra abundante y dócil. La justicia castigaba a los vagonetas y sus agentes los metían en las fábricas a golpes de bayoneta. Así, la sociedad industrial europea proletarizó a los campesinos y pudo imponer, en las ciudades, la disciplina del trabajo. ¿Cómo se puede imponer, ahora, la disciplina de la desocupación? ¿Qué técnicas de la obediencia obligatoria pueden funcionar contra las crecientes multitudes que no tienen, ni tendrán, empleo? ¿Qué se hace con los náufragos, cuando son tantos, para que sus manotazos no echen a pique la balsa? 

Hoy por hoy, la razón de estado es la razón de los mercados financieros que dirigen el mundo y que no producen nada más que especulación. Marcos, el vocero de los indígenas de Chiapas, ha retratado lo que ocurre con palabras certeras: asistimos, ha dicho, al striptease del estado; el estado se desprende de todo, salvo de su prenda íntima indispensable, que es la represión. La hora de la verdad: zapatero a tus zapatos. El estado sólo merece existir para pagar la deuda externa y para garantizar la paz social. 

El estado asesina por acción y por omisión. Fines del 95, noticias de Brasil y de Argentina: 

Crímenes por acción: la policía militar de Río de Janeiro mataba civiles a un ritmo ocho veces más acelerado que a fines del año anterior, y la policía de los suburbios de Buenos Aires cazaba jóvenes como si fueran pajaritos. 

Crímenes por omisión: al mismo tiempo, cuarenta enfermos del riñón morían en el pueblo de Caruarú, en el nordeste del Brasil, porque la salud pública les había hecho diálisis con agua contaminada; y en la provincia de Misiones, en el nordeste de Argentina, el agua potable, contaminada por los plaguicidas, generaba bebés con labios leporinos y deformaciones en la médula espinal.

En las favelas de Río de Janeiro, las mujeres llevan latas de agua, a modo de coronas, sobre sus cabezas; y los niños alzan cometas al viento para avisar que viene la policía. Cuando llega el carnaval, de esos morros bajan las reinas y los reyes de piel negra: pelucas de blancos rulos, collares de luces, mantos de seda. El miércoles de ceniza, cuando el carnaval acaba y se van los turistas, la policía se lleva preso a quien siga disfrazado. Y, durante todos los demás días del año, el estado se ocupa de mantener a raya, a sangre y fuego, a los plebeyos que han sido monarcas por un ratito. A principios de siglo, había una sola favela en Río. En los años cuarenta, cuando ya había unas cuantas, el escritor Stefan Zweig las visitó: no encontró allí violencia ni tristeza. Ahora, las favelas de Río son más de quinientas. Allí vive mucha gente que trabaja, brazos baratos que sirven la mesa y lavan los autos y las ropas y los baños en los barrios acomodados, y también viven en las favelas muchos excluidos del mercado laboral y del mercado de consumo que, en algunos casos, reciben de las drogas dinero o alivio. Desde el punto de vista de la sociedad que las ha generado, las favelas no son más que refugios del crimen organizado y del tráfico de cocaína. La policía militar las invade con frecuencia, en operaciones que parecen de la guerra de Vietnam, y también decenas de grupos de exterminio se ocupan de ellas. Los muertos, analfabetos hijos de analfabetos, son, en su mayoría, adolescentes negros. 


Hace un siglo, el director del reformatorio infantil de Illinois llegó a la conclusión de que una tercera parte de sus internados no tenía redención. Esos niños eran los futuros criminales, «que aman el mundo, a la carne y al Diablo». No quedó claro qué se podía hacer con esa tercera parte; pero ya por entonces algunos científicos, como el inglés Cyril Burt, proponían eliminar a la fuente del crimen, los pobres muy pobres, «impidiendo la propagación de su especie». Cien años después, los países del sur del mundo tratan a los pobres muy pobres como si fueran basura tóxica. Los países del norte exportan al sur sus residuos industriales peligrosos, y así se deshacen de ellos, pero el sur no puede exportar al norte sus residuos humanos peligrosos. ¿Qué hacer con los pobres muy pobres que no tienen redención? Las balas hacen lo que pueden para impedir l«a propagación de su especie», mientras el Pentágono, vanguardia militar del mundo, anuncia la renovación de sus arsenales: las guerras del siglo veintiuno exigirán más armamento especializado en los motines callejeros y los saqueos. En algunas ciudades americanas, como Washington y Santiago de Chile, y en numerosas ciudades británicas, ya hay cámaras de vídeo vigilando las calles. 

La sociedad de consumo consume fugacidades. Cosas, personas: las cosas, fabricadas para no durar, mueren poco después de nacer; y hay cada vez más personas condenadas desde que se asoman a la vida. Los niños abandonados de las calles de Bogotá, que antes se llamaban gamines, ahora se llaman desechables y están marcados para morir. Los numerosos nadies, los fuera de lugar, son «económicamente inviables», según el lenguaje técnico. La ley del mercado los expulsa, por superabundancia de mano de obra barata. ¿Qué destino tienen los sobrantes humanos? El mundo los invita a desaparecer, les dice: «Ustedes no existen, porque no merecen existir». La realidad oficial intenta ocultarlos o perderlos: se llama Ciudad oculta la población marginal que más ha crecido en Buenos Aires, y se llaman Ciudades perdidas los barrios de lata y cartón que brotan en los barrancos y basurales de la ciudad de México. 

La Fundación Casa Alianza entrevistó a más de ciento cuarenta niños huérfanos y abandonados, de los muchos que vivían y viven en las calles de la ciudad de Guatemala: todos habían vendido su cuerpo por monedas, todos sufrían enfermedades venéreas, todos inhalaban pegamentos o solventes. Una mañana, a mediados de 1990, algunos de esos niños estaban charlando en un parque, cuando unos hombres armados se los llevaron en un camión. Una niña se salvó, escondida en una lata de basura. Los cadáveres de cuatro niños aparecieron unos días después: sin orejas, sin ojos, sin lenguas. La policía les había propinado una buena lección. 

En abril del 97, Galdino Jesús dos Santos, un jefe indígena que estaba de visita en Brasilia, fue quemado vivo mientras dormía en una parada de ómnibus. Cinco muchachos de buena familia, que andaban de parranda, lo rociaron con alcohol y le prendieron fuego. Ellos se justificaron diciendo: 

-Creímos que era un mendigo

Un año después, la justicia brasileña les aplicó penas leves de prisión, porque no se trataba de un caso de homicidio calificado. El relator del Tribunal de Justicia del Distrito Federal explicó que los muchachos habían utilizado nada más que la mitad del combustible que tenían, y eso probaba que habían actuado movidos por la intención de divertirse, no de matar. La quema de mendigos es un deporte que los jóvenes de la clase alta brasileña practican con cierta frecuencia pero, por lo general, la noticia no aparece en los diarios. 

Los desechables: niños de la calle, vagos, mendigos, prostitutas, travestis, homosexuales, carteristas y otros ladrones de poca monta, drogadictos, borrachos, juntapuchos. En 1993, los desechables colombianos emergieron de abajo de las piedras y se juntaron para gritar: la manifestación estalló cuando se supo que los grupos de limpieza social mataban mendigos y los vendían a los estudiantes de medicina que aprenden anatomía en la Universidad Libre de Barranquilla. Y entonces Nicolás Buenaventura, contador de cuentos, les contó la verdadera historia de la Creación. Ante los vomitados del sistema, Nicolás contó que a Dios le habían sobrado pedacitos de todo lo que había creado. Mientras nacían de su mano el sol y la luna, el tiempo, el mundo, los mares y las selvas, Dios iba arrojando al abismo los desechos que le sobraban. Pero Dios, distraído, se olvidó de crear a la mujer y al hombre, y la mujer y el hombre no tuvieron más remedio que hacerse a sí mismos. Y allí, en el fondo del abismo, en el basural, la mujer y el hombre se crearon con las sobras de Dios. Los seres humanos hemos nacido de la basura, y por eso tenemos todos algo de día y algo de noche, y somos todos tiempo y tierra y agua y viento. 


FUENTE: Patas Arriba. La Escuela del Mundo al Revés, 1998, Eduardo Galeano. En línea: http://www.ateneodelainfancia.org.ar/uploads/galeanoescuela.pdf

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