viernes, 29 de agosto de 2014

Patas Arriba (VIII). Trabajos prácticos: cómo triunfar en la vida y ganar amigos


El crimen es el espejo del orden. Los delincuentes que pueblan las cárceles son pobres y casi siempre trabajan con armas cortas y métodos caseros. Si no fuera por esos defectos de pobreza y artesanía, los delincuentes de barrio bien podían lucir coronas de reyes, galeras de caballeros, bonetes de obispos y sombreros de generales, y firmarían decretos de gobierno en vez de estampar la huella digital al pie de las confesiones.

El poder imperial

La reina Victoria de Inglaterra dio nombre a una época, la era victoriana, que tan victoriosa fue: tiempo de esplendores de un imperio dueño de los mares del mundo y de buena parte de sus tierras. Según nos informa la Enciclopedia Británica en la letra V, la reina guió a sus compatriotas con el ejemplo de su vida austera, siempre ceñida a la moral y a las buenas costumbres, y a ella se debió, en gran medida, la consolidación de conceptos como la dignidad, la autoridad y el respeto a la familia, característicos de la sociedad victoriana. Sus retratos la muestran siempre con cara de mala leche, lo que quizá revela las dificultades que enfrentó y los sinsabores que sufrió por su perseverancia en la vida virtuosa.

Aunque la Enciclopedia Británica no menciona este detalle, la reina Victoria fue, además, la mayor traficante de drogas del siglo diecinueve. Bajo su largo reinado, el opio se convirtió en la mercancía más valiosa del comercio imperial. El cultivo en gran escala de amapolas, y la producción de opio, se desarrollaron en la India por iniciativa británica y bajo británico control. Buena parte de ese opio entraba en China de contrabando. La industria de la droga había abierto en China un creciente mercado de consumo. Se calcula que había unos doce millones de adictos cuando, en 1839, el emperador prohibió el tráfico y el uso del opio, por sus efectos devastadores sobre la población, y mandó confiscar los cargamentos de algunos buques británicos. La reina, que nunca en su vida mencionó la palabra droga, denunció ese imperdonable sacrilegio contra la libertad de comercio, y envió su flota de guerra a las costas de China. La palabra guerra tampoco fue mencionada a lo largo de las dos décadas que duró, con un par de interrupciones, la guerra del opio iniciada en 1839.

Tras los buques de guerra, iban los buques mercantes cargados de opio. Concluida cada acción militar, comenzaba la operación mercantil. En una de las primeras batallas, la toma del puerto de Tinhai, en 1841, murieron tres británicos y más de dos mil chinos. El balance de pérdidas y ganancias siguió siendo más o menos el mismo en los años siguientes. Hubo una primera tregua, que se interrumpió en 1856, cuando la ciudad de Cantón fue bombardeada por orden de sir John Bowring, un devoto cristiano que siempre decía: «Jesús es el comercio libre, y el comercio libre es Jesús». La segunda tregua acabó en 1860, cuando se desbordó el vaso de la paciencia de la reina Victoria. Ya era hora de poner fin a la tozudez de los chinos. A cañonazos cayó Pekín, y las tropas invasoras asaltaron y quemaron el palacio imperial de verano. Entonces, China aceptó el opio, se multiplicaron los drogadictos, y los mercaderes británicos fueron felices y comieron perdices.

El poder del secreto

Los países más ricos del mundo son Suiza y Luxemburgo. Dos países chicos, dos grandes plazas financieras. De la minúscula Luxemburgo, poco o nada se sabe. Suiza goza de fama universal gracias a la puntería de Guillermo Tell, la precisión de los relojes y la discreción de los banqueros.

Viene de lejos el prestigio de la banca helvética; una tradición de siete siglos garantiza su seriedad y su seguridad. Pero fue durante la segunda guerra mundial que Suiza pasó a ser una gran potencia financiera. Fiel a su también larga tradición de neutralidad, Suiza no participó en la guerra. Participó, en cambio, en el negocio de la guerra, vendiendo sus servicios, a muy buen precio, a la Alemania nazi. Un negocio brillante: la banca suiza convertía en divisas internacionales el oro que Hitler robaba a los países ocupados y a los judíos atrapados, incluyendo los dientes de oro de los muertos en las cámaras de gas de los campos de concentración. El oro entraba en Suiza sin ningún inconveniente, mientras los perseguidos por los nazis eran devueltos en la frontera.


Bertolt Brecht decía que robar un banco es delito, pero más delito es fundarlo. Después de la guerra, Suiza se convirtió en una cueva internacional de Alí Babá para los dictadores, los políticos ladrones, los malabaristas de la evasión fiscal y los traficantes de drogas y de armas. Bajo las aceras resplandecientes de Banhofstrasse de Zurich o la Correterie de Ginebra, duermen, invisibles, convertidos en lingotes de oro y en montañas de billetes, los frutos del saqueo y del fraude.

El secreto bancario ya no es lo que era, debilitado como está por los escándalos y las investigaciones judiciales, pero mal que bien continúa activo este motor de la prosperidad nacional. El dinero sigue teniendo derecho a usar disfraz y antifaz, un carnaval que dura todo el año; y los plebiscitos revelan que a la mayoría de la población eso no le parece nada mal.

Por sucio que llegue el dinero, y por complicados que resulten los enjuagues, la lavandería lo deja sin una sola manchita. En los años ochenta, cuando Ronald Reagan presidía los Estados Unidos, Zurich fue el centro de operaciones de las manipulaciones a varias puntas que tuvo a su cargo el coronel Oliver North. Según reveló el escritor suizo Jean Ziegler, las armas norteamericanas llegaban a Irán, país enemigo, que en parte las pagaba con morfina y heroína; desde Zurich se vendía droga, y en Zurich se depositaba el dinero que luego financiaba a los mercenarios que bombardeaban cooperativas y escuelas en Nicaragua. Por entonces, Reagan solía comparar a esos mercenarios con los Padres Fundadores de los Estados Unidos.


Templos de altas columnas de mármol o discretas capillas, los santuarios helvéticos evitan preguntas y ofrecen misterio. Ferdinand Marcos, déspota de las Filipinas, tenía entre mil y mil quinientos millones de dólares guardados en cuarenta bancos suizos. El cónsul general de Filipinas en Zurich era un director del Crédit Suisse. A principios del 98, doce años después de la caída de Marcos, al cabo de mucho pleito y contrapleito, el Tribunal Federal mandó a devolver quinientos setenta millones al estado filipino. No era todo, pero algo era. Una excepción a la regla: normalmente, el dinero delincuente desaparece sin dejar rastros. Los cirujanos suizos le cambian la cara y el nombre, y se ocupan de dar vida legal a su nueva identidad de fantasía. Del botín de la dinastía de los Somoza, vampiros de Nicaragua, no apareció nada. Casi nada se encontró, y nada se restituyó, de lo que la dinastía Duvalier robó en Haití. Mobutu Sese Seko, que exprimió al Congo hasta la última gota de su jugo, se entrevistaba con sus banqueros en Ginebra, siempre con su escolta de Mercedes blindados. Mobutu tenía entre cuatro y cinco mil millones de dólares: sólo seis millones aparecieron, cuando se derrumbó su dictadura. El dictador de Malí, Moussa Traoré, tenía mil y pico de millones: los banqueros suizos devolvieron cuatro millones.

A Suiza fueron a parar los dineritos de los militares argentinos que se sacrificaron por la patria ejerciendo el terror desde 1976. Veintidós años después, una investigación judicial reveló la punta de ese iceberg. ¿Cuántos millones se habrían desvanecido en la niebla que ampara las cuentas fantasmas? En los años noventa, la familia Salinas desvalijó a méxico. A Raúl Salinas, hermano del presidente, lo llamaban Señor Diez por Ciento, en mérito a las comisiones que embolsaba por la privatización de los servicios públicos y por la protección a la mafia de la droga. La prensa ha informado que ese río de dólares desembocó en el Citibank y también en la Union de Banques Suisses, la Societé de Banque Suisse y otras vertientes de la Cruz Roja del dinero. ¿Cuánto se podrá recuperar? En las mágicas aguas del lago de Ginebra, el dinero se zambulle y se hace invisible.

Hay quienes elogian al Uruguay llamándolo la Suiza de América. Los uruguayos no estamos muy seguros del homenaje. ¿Será por la vocación democrática de nuestro país, o por el secreto bancario? Desde hace algunos años, el secreto bancario está convirtiendo al Uruguay en la caja de caudales del Cono Sur: un gran banco con vista al mar.


El poder divino

La última noche del año 1970, tres banqueros de Dios se dieron cita en un hotel de Nassau, en las islas Bahamas. Acariciados por la brisa del trópico, envueltos en un paisaje de tarjeta postal, Roberto Calvi, Michele Sindona y Paul Marcinkus celebraron el nacimiento del año nuevo brindando por la aniquilación del marxismo. Doce años después, ellos aniquilaron el Banco Ambrosiano.

El Banco Ambrosiano no era marxista. Conocido como la banca dei preti, el banco de los curas, el Ambrosiano no admitía accionistas que no fueran bautizados. Esta no era la única institución bancaria ligada a la Iglesia. El Banco del Espíritu Santo, fundado por el papa Paulo V allá por el año 1605, ya no hacía milagros financieros en beneficio divino, porque había pasado a manos del estado italiano, pero el Vaticano tenía, y sigue teniendo, su propio banco oficial, piadosamente llamado Instituto para Obras de Religión IOR. De todos modos, el Ambrosiano era muy importante, el segundo banco privado de Italia, y su naufragio fue definido por el diario Financial Times como la más grave crisis de toda la historia bancaria de Occidente. La colosal estafa dejó un agujero de más de mil millones de dólares y comprometió directamente al Vaticano, que era uno de sus principales accionistas y uno de los mayores beneficiarios de sus préstamos.

Muchos camellos pasaron por el ojo de esa aguja. El Ambrosiano tejió una telaraña universal para el lavado de dólares que venían del tráfico de drogas y de armas, trabajó codo a codo con las mafias de Sicilia y de los Estados Unidos, y con la red del narcotráfico en Turquía y en Colombia. Sirvió de vehículo para la evasión del fruto de los contrabandos y secuestros de la Cosa Nostra y fue una regadera de dólares para los sindicatos polacos, en lucha contra el régimen comunista. También abasteció generosamente a la contra en Nicaragua, y en Italia a la logia P-2: estos masones se aliaron a la Iglesia, su enemiga de siempre, para enfrentar unidos al enemigo de ahora, el peligro rojo. Los capos de la P-2 recibieron del Ambrosiano cien millones de dólares, que contribuyeron a su prosperidad familiar y que los ayudaron a formar un gobierno paralelo, y a realizar atentados terroristas, para castigar a la izquierda italiana y asustar a la población.

El vaciamiento del banco se fue cumpliendo, a lo largo de los años, a través de muchas bocas financieras abiertas en Suiza, las Bahamas, Panamá y otros paraísos fiscales. Jefes de gobierno, ministros, cardenales, banqueros, capitanes de industria y altos burócratas fueron cómplices del saqueo organizado por Calvi, Sindona y Marcinkus. Calvi, que administraba fondos para la Santa Sede y presidía el Ambrosiano, era famoso por el hielo de su sonrisa y por su habilidad para las piruetas contables. Sindona, rey de la Bolsa italiana, hombre de confianza del Vaticano para sus inversiones inmobiliarias y financieras, servía también de vehículo para las contribuciones de la embajada norteamericana a los partidos italianos de derecha. En varios países poseía bancos, fábricas y hoteles, y hasta era dueño del edificio Watergate, en Washington, que había ganado escandalosa fama gracias a la curiosidad del presidente Nixon. El arzobispo Marcinkus, que presidía el Instituto para Obras de Religión, había nacido en Chicago, en el mismo barrio que Al Capone. Hombre fornido, siempre con un habano en la boca, monseñor Marcinkus había sido guardaespaldas del Papa antes de convertirse en el jefe de sus negocios.


Los tres habían trabajado por la mayor gloria de Dios y de sus propios bolsillos. Bien se puede decir que tuvieron una carrera exitosa. Pero ninguno de los tres pudo escapar al destino de persecución y martirio que los evangelios habían anunciado a los apóstoles de la fe. Poco antes de la quiebra del Banco Ambrosiano, Roberto Calvi apareció ahorcado bajo un puente de Londres. Cuatro años después, Michele Sindona, preso en una cárcel de máxima seguridad, pidió un café con azúcar: le entendieron mal, y le sirvieron un café con cianuro. Unos meses más tarde, se dictó orden de captura contra el arzobispo Marcinkus, por bancarrota fraudulenta.

El poder político

Hace sesenta años, el escritor Roberto Arlt aconsejaba a quien quisiera hacer carrera política:

-Usted proclame: «He robado, y aspiro a robar en grand»e. Comprométase a rematar hasta la última pulgada de tierra argentina, a vender el Congreso y a instalar un conventillo en el Palacio de Justicia. En sus discursos, diga: «Robar no es fácil, señores. Se necesita ser un cínico, y yo lo soy. Se necesita ser un traidor, y yo lo soy».

Según el escritor argentino, ésta sería una fórmula de éxito seguro, porque todos los sinvergüenzas hablan de honestidad, y la gente está harta de mentiras. Un político brasileño, Adhemar de Barros, conquistó al electorado del estado de San Pablo, el más rico del país, con el lema «Rouba mas faz», El roba pero hace. En Argentina, en cambio, aquel consejo no tuvo nunca éxito entre los candidatos, y en nuestros días sigue resultando imposible encontrar a un político que tenga el coraje de anunciar lo que robará, o que a viva voz confiese lo que ya robó, y no hay ningún saqueador de fondos públicos capaz de reconocer: «Robé para mí, robé para darme la gran vida». Si su conciencia existiera, y fuera capaz de tormento, el ladrón diría, en todo caso: «Lo hice por el partido, por el pueblo, por la patria». Es por amor a la patria, que algunos políticos se la llevan a su casa. La fórmula de Roberto Arlt no funcionaría. Ningún político brasileño ha copiado la receta de Adhemar de Barros. Por regla general, está comprobado, las que más votos rinden son las artes de teatro, las buenas actuaciones, las máscaras bien elegidas. Como dice otro escritor argentino, José Pablo Feinmann, el éxito electoral suele recompensar el doble discurso y la doble personalidad. Al igual que Superman y Batman, los superhéroes, muchos políticos profesionales cultivan la esquizofrenia, y en ella les da superpoderes, como el timorato Clark Kent se vuelve Superman con sólo sacarse los anteojos, y como el insípido Bruce Wayne se convierte en Batman no bien se pone la capa de murciélago.


No se necesita ser un experto politólogo para advertir que, por regla general, los discursos sólo cobran su verdadero sentido cuando se los lee al revés. Pocas excepciones tiene la regla: en el llano, los políticos prometen cambios y en el gobierno cambian, pero cambian... de opinión. Algunos quedan redondos, de tanto dar vueltas; produce tortícolis verlos girar, de izquierda a derecha, con tanta velocidad. ¡La educación y la salud, primero!, claman, como clama el capitán del barco: ¡Las mujeres y los niños, primero!, y la educación y la salud son las primeras en ahogarse. Los discursos elogian al trabajo, mientras los hechos maldicen a los trabajadores. Los políticos que juran, mano al pecho, que la soberanía nacional no tiene precio, suelen ser los que después la regalan; y los que anuncian que correrán a los ladrones, suelen ser los que después roban hasta las herraduras de los caballos al galope.

A mediados del 96, Abdalá Bucaram conquistó la presidencia de Ecuador diciendo ser el azote de los corruptos. Bucaram, un político estrepitoso que creía que cantaba como Julio Iglesias y creía que eso era un mérito, no duró mucho en el poder. Fue derribado por una pueblada, pocos meses después. Una de las gotas que desbordó el vaso de la paciencia popular fue la fiesta que ofreció Jacobito, su hijo de dieciocho años, para festejar el primer millón de dólares que había ganado haciendo milagros en las aduanas. En 1990, Fernando Collor llegó a la presidencia de Brasil. En una campaña electoral breve y fulminante, que la televisión hizo posible, Collor vociferó sus discursos moralistas contra los marajás, los altos funcionarios públicos que desvalijaban al estado. Dos años y medio después, Collor fue destituido, cuando estaba hundido hasta el cuello en los escándalos de sus cuentas fantasmas y de sus fastuosas exhibiciones de riqueza súbita. En 1993, también el presidente de Venezuela, Carlos Andrés Pérez, fue despojado de su cargo, y condenado a prisión domiciliaria, por malversación de fondos. En ningún caso, nunca nadie en la historia de América latina ha sido obligado a devolver el dinero que robó: ni los presidentes derribados, ni los muchos ministros renunciados por comprobada corrupción, ni los directores de servicios públicos, ni los legisladores, ni los funcionarios que reciben dinero por debajo de la mesa. Nunca nadie ha devuelto nada. No digo que no hayan tenido la intención: es que a nadie se le ocurrió la idea.


No sólo se roba dinero. A veces, también, se roban elecciones, como ocurrió en México en 1988, cuando el candidato opositor de izquierda, Cuahutémoc Cárdenas, fue despojado de la presidencia que había ganado, por mayoría de votos, en las urnas. Años después, en 1997, algunos legisladores del PRI, el partido de gobierno, acusaron al líder de la oposición de derecha, Diego Fernández de Cevallos, de haber recibido catorce millones de dólares por su complicidad en el fraude. La prensa destacó la noticia, porque el intercambio de puñetazos convirtió a esa sesión parlamentaria en una velada de boxeo, y lo del soborno fue bastante comentado, pero se pasó por alto, como si tal cosa, algo que era mucho más grave: esa denuncia implicaba una confesión de la estafa electoral por parte de los propios legisladores. 

Terence Todman y James Cheek fueron embajadores de los Estados Unidos en Argentina, en tiempos recientes. Los dos, uno tras otro, recorrieron el mismo camino: por amor al tango, se fueron pero volvieron. Apenas terminado el trabajo diplomático, regresaron a Buenos Aires, para hacer lobby. Ambos ejercieron toda su influencia sobre el gobierno argentino, en favor de las empresas privadas que querían quedarse con los aeropuertos del país. Y poco después, la imagen de Cheek, con una muñeca en las rodillas, copó los televisores y los periódicos. Concluida su victoriosa campaña por los aeropuertos, Cheek pasó a ser empleado de Barbie, la mujercita que invita a cometer el pecado del plástico.





Los robos mayores pertenecen al orden de los vicios aceptados por costumbre. Mientras se desprestigia la democracia, se difunde la moral del vale todo: nadie triunfa meando agua bendita. ¿Cuántos norteamericanos creen que sus senadores tienen muy altos niveles éticos? El dos por ciento. A fines del 96, el diario Página 12 publicó en Buenos Aires una reveladora encuesta de Gallup: siete de cada diez jóvenes argentinos opinaban que la deshonestidad es la única vía que conduce al éxito. Y nueve de cada diez entrevistados, jóvenes y no jóvenes, reconocieron que era una práctica habitual la evasión de impuestos, y el pago de sobornos a la burocracia y a la policía.

Se castiga abajo lo que se recompensa arriba. El robo chico es delito contra la propiedad, el robo grande es derecho de los propietarios. Los políticos sin escrúpulos no hacen más que actuar de acuerdo con las reglas de juego de un sistema donde el éxito justifica los medios que lo hacen posible, por sucios que sean: las trampas contra el fisco y contra el prójimo, la falsificación de balances, la evasión de capitales, el vaciamiento de empresas, la invención de sociedades anónimas de ficción, las subfacturaciones, las sobrefacturaciones, las comisiones fraudulentas.

El poder de los secuestradores




Según el diccionario, secuestrar significa «retener indebidamente a una persona para exigir dinero por su rescate». El delito está duramente castigado por todos los códigos penales; pero a nadie se le ocurriría mandar preso al gran capital financiero, que tiene de rehenes a muchos países del mundo y, con alegre impunidad, les va cobrando, día tras día, fabulosos rescates.

En los viejos tiempos, los marines ocupaban las aduanas para cobrar las deudas de los países centroamericanos y de las islas del mar Caribe. La ocupación norteamericana de Haití duró diecinueve años, desde 1915 hasta 1934. Los invasores no se fueron hasta que el Citibank cobró sus préstamos, varias veces multiplicados por la usura. En su lugar, los marines dejaron un ejército nacional fabricado para ejercer la dictadura y para cumplir con la deuda externa. En la actualidad, en tiempos de democracia, los tecnócratas internacionales resultan más eficaces que las expediciones militares. El pueblo haitiano no ha elegido, ni con un voto siquiera, al Fondo Monetario Internacional ni al Banco Mundial, pero son ellos quienes deciden hacia dónde sale cada peso que entra en las arcas públicas. Como en todos los países pobres, más poder que el voto tiene el veto: el voto democrático propone y la dictadura financiera dispone.

El Fondo Monetario se llama Internacional, como el Banco se llama Mundial, pero estos hermanos gemelos viven, cobran y deciden en Washington; y la numerosa tecnocracia jamás escupe el plato donde come. Aunque Estados Unidos es, por lejos, el país con más deudas del mundo, nadie le dicta desde afuera la orden de poner bandera de remate a la Casa Blanca, y a ningún funcionario internacional se le pasaría por la cabeza semejante insolencia. En cambio, los países del sur del mundo, que entregan doscientos cincuenta mil dólares por minuto en servidumbre de deuda, son países cautivos, y los acreedores les descuartizan la soberanía, como descuartizaban a sus deudores plebeyos, en la plaza pública, los patricios romanos de otros tiempos imperiales. Por mucho que esos países paguen, no hay manera de calmar la sed de la gran vasija agujereada que es la deuda externa. Cuanto más pagan, más deben; y cuanto más deben, más obligados están a obedecer la orden de desmantelar el estado, hipotecar la independencia política y enajenar la economía nacional. Vivió pagando y murió debiendo, podrían decir las lápidas.

Santa Eduviges, patrona de los endeudados, es la santa más solicitada de Brasil. En peregrinación acuden a sus altares miles y miles de deudores desesperados, suplicando que los acreedores no les lleven el televisor, el auto o la casa. A veces, santa Eduviges hace el milagro. Pero, ¿cómo podría la santa ayudar a los países donde los acreedores ya se han llevado al gobierno? Esos países tienen la libertad de hacer lo que les mandan hacer unos señores sin rostro, que viven muy lejos y que, a larga distancia, practican la extorsión financiera. Ellos abren o cierran la bolsa, según la sumisión demostrada ante el right economic track, el camino económico correcto. La verdad única se impone con un fanatismo digno de los monjes de la Inquisición, los comisarios del partido único o los fundamentalistas del Islam: se dicta exactamente la misma política para países tan diversos como Bolivia y Rusia, Mongolia y Nigeria, Corea del Sur y México.

A fines del 97, el presidente del Fondo Monetario Internacional, Michel Camdessus, declaró: «El estado no debe dar órdenes a los bancos». Traducido, eso significa: «Son los bancos quienes deben dar órdenes al estado». Y, a principios del 96, el banquero alemán Hans Tietmeyer, presidente del Bundesbank, había comprobado: «Los mercados financieros desempeñarán, cada vez más, el papel de gendarmes. Los políticos deben comprender que, desde ahora, están bajo el control de los mercados financieros». Alguna vez el sociólogo brasileño Hebert de Souza, Betinho, propuso que los presidentes se marcharan a disfrutar de cruceros turísticos. Los gobiernos gobiernan cada vez menos, y cada vez se siente menos representado por ellos el pueblo que los ha votado. Las encuestas revelan la poca fe: creen en la democracia menos de la mitad de los brasileños y poco más de la mitad de los chilenos, los mexicanos, los paraguayos y los peruanos. En las elecciones legislativas del 97, Chile registró la mayor cantidad de votos en blanco o nulos de toda su historia. Y nunca habían sido tanto los jóvenes que no se tomaron el trabajo de inscribirse en los padrones.

El poder globalitario



En sus doce años de gobierno desde 1979, Margaret Thatcher ejerció la dictadura del capital financiero sobre las islas británicas. La dama de hierro, muy elogiada por sus virtudes masculinas, puso fin a la era de los buenos modales, pulverizó a los obreros en huelga, y restableció una rígida sociedad de clases con celeridad asombrosa. Así, Gran Bretaña se convirtió en el modelo de Europa. Mientras tanto, Chile se había convertido en el modelo de América latina, bajo la dictadura militar del general Pinochet. Los dos países modelos figuran, ahora, entre los países más injustos del mundo. Según los datos sobre la distribución del ingreso y el consumo, publicados por el Banco Mundial, una honda brecha separa, actualmente, a los británicos y chilenos que tienen de sobra, de los británicos y chilenos que viven de sobras. En ambos países, por increíble que parezca, la desigualdad social es mayor que en Bangladesh, India, Nepal o Sri Lanka. Y, por increíble que parezca, los Estados Unidos han logrado una desigualdad mayor que la que padece Ruanda, desde que Ronald Reagan empuñó el timón en 1980.

La razón del mercado impone sus dogmas totalitarios, que Ignacio Ramonet llama globalitarios, en escala universal. La razón se hace religión, y obliga a cumplir sus mandamientos: sentarse derechito en la silla, no alzar la voz y hacer los deberes sin preguntar por qué. ¿Qué hora es? La que usted mande, señor.

En los aporreados países del sur del mundo, los de abajo pagan la buena letra que hacen los de arriba, y las consecuencias están a la vista: hospitales sin remedios, escuelas sin techos, alimentos sin subsidios. Ningún juez podría mandar a la cárcel a un sistema mundial que impunemente mata por hambre, pero ese crimen es un crimen, aunque se cometa como si fuera la cosa más normal del mundo. «El pan de los pobres es su vida. Quien se lo quita, es un asesino», dice la Biblia (Eclesiástico, 34) y el teólogo Leonardo Boff comprueba que, en nuestros días, el mercado está celebrando más sacrificios humanos que los aztecas en el Templo Mayor o los cananeos al pie de la estatua de Moloch.


La mano comercial del orden globalitario roba lo que su mano financiera presta. Dime cuánto vendes y te diré cuánto vales: las exportaciones latinoamericanas no llegan al cinco por ciento de las exportaciones mundiales, y las africanas suman el dos por ciento. Cada vez cuesta más lo que el sur compra, y cada vez vale menos lo que vende. Para comprar, los gobiernos se endeudan más y más, y para cumplir con la usura de los préstamos, venden las joyas de la abuela y a la abuela también.

A las órdenes del mercado, el estado se privatiza. ¿No habría que desprivatizarlo, más bien, estando como está el estado en manos de la banquería internacional y de los políticos nacionales que lo desprestigian para después venderlo, impunemente, a precio de ganga? El tráfico de favores, el canje de empleos por votos, ha hinchado de parásitos a los estados latinoamericanos. Una insoportable burrocracia ejerce el proxenetismo, en el sentido original del término: hace dos mil años, la palabra proxeneta designaba a quienes resolvían los trámites burocráticos a cambio de propinas. La ineficacia y la corrupción hacen posible que las privatizaciones se realicen con el visto bueno o la indiferencia de la opinión pública mayoritaria.

Los países se desnacionalizan a ritmo de vértigo, con excepción de Cuba y también de Uruguay, donde un plebiscito popular rechazó la enajenación de las empresas públicas, con un 72 por ciento de los votos a fines de 1992. Los presidentes viajan por el mundo, convertidos en vendedores ambulantes: venden lo que no es suyo, y esa actividad delictiva bien merecía una denuncia policial, si la policía fuera digna de confianza. «Mi país es un producto, yo ofrezco un producto que se llama Perú», ha proclamado, en más de una ocasión, el presidente Alberto Fujimori.

Se privatizan las ganancias, se socializan las pérdidas. En 1990, el presidente Carlos Menem mandó al muere a Aerolíneas Argentinas. Esta empresa pública, que daba ganancias, fue vendida, o más bien regalada, a otra empresa pública, la española Iberia, que era un ejemplo universal de mala administración. Las rutas, internacionales y nacionales, se cedieron por quince veces menos de su valor, y dos aviones Boeing 707, que estaban vivos y volando y tenían para rato, fueron comprados al módico precio de un dólar con cincuenta y cuatro centavos cada uno.

En su edición del 31 de enero del 98, el diario uruguayo El Observador felicitó al gobierno de Brasil por su decisión de vender la empresa telefónica nacional, Telebras. El aplauso al presidente Fernando Henrique Cardoso, «por sacarse de encima empresas y servicios que se han convertido en una carga para las arcas estatales y los consumidores», se publicó en la página 2. En la página 16, el mismo diario, el mismo día, informó que Telebras, la empresa más rentable de Brasil, generó el año pasado ganancias líquidas por 3.900 millones de dólares, un récord en la historia del país.

El gobierno brasileño movilizó un ejército de seiscientos setenta abogados para hacer frente al bombardeo de demandas contra la privatización de Telebras; y justificó su programa de desnacionalizaciones por la necesidad de dar al mundo señales de que somos un país abierto. El escritor Luiz Fernando Verissimo opinó que esas señales «son algo así como aquellos sombreros puntiagudos que en la Edad Media identificaban a los bobos de la aldea».

El poder del casino

Dicen que la astrología fue inventada para dar la impresión de que la economía es una ciencia exacta. Nunca los economistas sabrán mañana por qué sus previsiones de ayer no se han cumplido hoy. Ellos no tienen la culpa. Se han quedado sin asunto, la verdad sea dicha, desde que la economía real dejó de existir y dejó paso a la economía virtual. Ahora mandan las finanzas, y el frenesí de la especulación financiera es, más bien, tema de psiquiatras.

Los banqueros Rotschild se enteraron por palomas mensajeras de la derrota de Napoleón en Waterloo, pero ahora las noticias corren más veloces que la luz, y con ellas viaja el dinero en las pantallas de las computadoras. Un anillo digno de Saturno gira, enloquecido, alrededor de la tierra: está formado por los 2.000.000.000.000 de dólares que cada día mueven los mercados de las finanzas mundiales. De todos esos muchos ceros, que marea mirarlos, sólo una ínfima parte corresponde a transacciones comerciales o a inversiones productivas. En 1997, de cada cien dólares negociados en divisas, apenas dos dólares y medio tuvieron algo que ver con el intercambio de bienes y servicios. En ese año, en vísperas del huracán que barrió las Bolsas de Asia y del mundo, el gobierno de Malasia propuso una medida de sentido común: la prohibición del tráfico de divisas no comerciales. La iniciativa no fue escuchada. El griterío de las Bolsas mete mucho ruido, y sus beneficiarios dejan sordo a cualquiera. Por poner un ejemplo, en 1995, sólo tres de las diez mayores fortunas de Japón estaban ligadas a la economía real. Los otros siete multimillonarios eran grandes especuladores.



Diez años antes de la crisis actual, el mercado financiero había sufrido otro colapso. Distinguidos economistas de la Casa Blanca, del Congreso de los Estados Unidos y de las Bolsas de Nueva York y de Chicago intentaron explicar lo que había ocurrido. La palabra especulación no fue mencionada en ninguno de esos análisis. Los deportes populares merecen respeto: cuatro de cada diez norteamericanos participan de alguna manera en el mercado de valores. Las bombas inteligentes, smart bombs, eran las que mataban iraquíes en la guerra del Golfo sin que nadie se enterara, salvo los muertos; y el smart money es el que puede rendir ganancias del cuarenta por ciento, sin que se sepa cómo. Wall Street se llama así, Calle del Muro, por el muro alzado hace siglos para que no se fugaran los negros esclavos: Wall Street es actualmente el centro de la gran timba electrónica universal, y la humanidad entera está prisionera de las decisiones que allí se toman. La economía virtual traslada capitales, derriba precios, despluma incautos, arruina países y, en un santiamén, fabrica millonarios y mendigos.

En plena obsesión mundial de la inseguridad, la realidad enseña que los delitos del capital financiero son mucho más temibles que los delitos que aparecen en las páginas policiales de los diarios. Mark Mobius, que especula por cuenta de miles de inversores, explicaba a principios del 98, a la revista alemana Der Spiegel: Mis clientes se burlan de los criterios éticos. Ellos quieren que multipliquemos sus ganancias. Durante la crisis del 87, otra frase lo había hecho famoso: «Hay que comprar cuando por las calles corre la sangre, aunque la sangre sea mía». George Soros, el especulador más exitoso del mundo, que amasó fortuna derribando sucesivamente a la libra esterlina, la lira y el rublo, sabe de qué está hablando cuando comprueba: «El principal enemigo de la sociedad abierta, creo, ya no es el comunismo, sino la amenaza capitalista».

El doctor Frankenstein del capitalismo ha generado un monstruo que camina por su cuenta, y no hay quien lo pare. Es una suerte de estado por encima de los estados, un poder invisible que a todos gobierna, aunque ha sido elegido por nadie. En este mundo hay demasiada miseria, pero hay también demasiado dinero, y la riqueza no sabe qué hacer consigo misma. En otros tiempos, el capital financiero ampliaba, por la vía del crédito, los mercados de consumo. Estaba al servicio del sistema productivo, que para ser necesita crecer: actualmente, en plena desmesura, el capital financiero ha puesto al sistema productivo a su servicio, y con él juega el gato con el ratón.

Cada derrumbe de las Bolsas es una catástrofe para los inversores modestos, que se han creído el cuento de la lotería financiera, y es también una catástrofe para los barrios más pobres de la aldea global, que sufren las consecuencias sin comerla ni beberla: de un manotazo, cada crisis les vacía el plato y les evapora los empleos. Pero rara vez las crisis bursátiles hieren de muerte a los sacrificados millonarios que día tras día, curvada la espalda sobre la computadora, las manos callosas en el teclado, redistribuyen la riqueza del mundo decidiendo el destino del dinero, el nivel de las tasas de interés y el valor de los brazos, de las cosas y de las monedas. Ellos son los únicos trabajadores que pueden desmentir a la mano anónima que alguna vez escribió, en un muro de Montevideo: «Al que trabaja, no le queda tiempo para hacer dinero».




FUENTE: Patas Arriba. La Escuela del Mundo al Revés, 1998, Eduardo Galeano. En línea: http://www.ateneodelainfancia.org.ar/uploads/galeanoescuela.pdf

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