viernes, 5 de septiembre de 2014

Patas Arriba (XI). La impunidad de los cazadores de gente


Aviso a los delincuentes que se inician en el oficio: no es negocio asesinar con timidez. El crimen paga; pero paga cuando se practica, como los negocios, en gran escala. No están presos por homicidio los altos jefes militares que han dado la orden de matar a un gentío en América latina, aunque sus fojas de servicio dejan colorados de vergüenza a los malevos y bizcos de asombro a los criminólogos.

Somos todos iguales ante la ley. ¿Ante qué ley? ¿Ante la ley divina? Ante la ley terrena, la igualdad se desiguala todo el tiempo y en todas partes, porque el poder tiene la costumbre de sentarse encima de uno de los platillos de la balanza de la justicia.

La amnesia obligatoria

Es la desigualdad ante la ley la que ha hecho y sigue haciendo la historia real, pero a la historia oficial no la escribe la memoria, sino el olvido. Bien lo sabemos en América latina, donde los exterminadores de indios y los traficantes de esclavos tienen estatuas en las plazas de las ciudades, y donde las calles y las avenidas suelen llamarse con los nombres de los ladrones de tierras y los vaciadores de arcas públicas.

Como a los edificios de México que se derrumbaron en el terremoto del 85, a las democracias latinoamericanas les han robado los cimientos. Sólo la justicia podría darles una sólida base de apoyo para poder pararse y caminar, pero en lugar de justicia tenemos amnesia obligatoria. Por regla general, los gobiernos civiles se están limitando a administrar la injusticia, defraudando las esperanzas de cambio, en países donde la democracia política se estrella continuamente contra los muros de las estructuras económicas y sociales enemigas de la democracia.

En los años sesenta y setenta, los militares asaltaron el poder. Para acabar con la corrupción política, robaron mucho más que los políticos, gracias a las facilidades del poder absoluto y gracias a la productividad de sus jornadas de trabajo, que cada día comenzaban, muy tempranito, al toque de diana. Años de sangre y mugre y miedo: para acabar con la violencia de las guerrillas locales y de los rojos fantasmas universales, las fuerzas armadas torturaron, violaron o asesinaron a cuanta gente encontraron, en una cacería que castigó cualquier expresión de la voluntad humana de justicia, por inofensiva que pudiera parecer.


La dictadura uruguaya torturó mucho y mató poco. La argentina, en cambio, practicó el exterminio. Pero, a pesar de sus diferencias, las muchas dictaduras latinoamericanas de ese período trabajaron unidas, y se parecían entre sí, como cortadas por la misma tijera. ¿Qué tijera? A mediados de 1998, el vicealmirante Eladio Moll, que había sido jefe de inteligencia del régimen militar uruguayo, reveló que los asesores norteamericanos aconsejaban eliminar a los subversivos, después de arrancarles información. El vicealmirante fue arrestado, por delito de franqueza.

Algunos meses antes, el capitán Alfredo Astiz, uno de los matarifes de la dictadura argentina, había sido destituido por decir la verdad: declaró que la Marina de Guerra le había enseñado a hacer lo que había hecho, y en un alarde de pedantería profesional declaró que él era «el hombre mejor preparado técnicamente, en este país, para matar a un político o a un periodista». Por entonces, Astiz y otros militares argentinos estaban requeridos o procesados en varios países europeos, por el asesinato de ciudadanos españoles, italianos, franceses y suecos, pero el crimen de miles de argentinos había sido absuelto por las leyes de borrón y cuenta nueva.

También las leyes de impunidad parecen cortadas por la misma tijera. Las democracias latinoamericanas resucitaron condenadas al pago de las deudas y


al olvido de los crímenes. Fue como si los gobiernos civiles agradecieran su trabajo a los hombres de uniforme: el terror militar había creado un clima favorable a la inversión extranjera, y había despejado el camino para que se concluyera impunemente la venta de los países, a precio de banana, en los años siguientes. En plena democracia, se terminó de ejecutar la renuncia a la soberanía nacional, la traición a los derechos del trabajo, y el desmantelamiento de los servicios públicos. Todo se ha hecho, o se ha deshecho, con relativa facilidad. La sociedad que en los años ochenta recuperó los derechos civiles, estaba vaciada de sus mejores energías, acostumbrada a sobrevivir en la mentira y en el miedo, y tan enferma de desaliento como necesitada del aliento de vitalidad creadora que la democracia prometió y no pudo, o no supo, dar.


Los gobiernos electos por el voto popular identificaron a la justicia con la venganza y a la memoria con el desorden, y echaron agua bendita en la frente de los hombres que habían
ejercido el terrorismo de estado. En nombre de la estabilidad democrática y de la reconciliación nacional, se promulgaron leyes de impunidad que desterraban la justicia, enterraban el pasado y elogiaban la amnesia. Algunas de esas leyes llegaron más lejos que sus más horrorosos precedentes mundiales. La ley argentina de obediencia debida fue dictada en 1987 -y derogada una década después, cuando ya no era necesaria. En su afán de absolución, la ley de obediencia debida exoneró la responsabilidad a los militares que cumplían órdenes. Como no hay militar que no cumpla órdenes, órdenes del sargento o del capitán o del general o de Dios, la responsabilidad penal iba a parar al reino de los cielos. El código militar alemán, que Hitler perfeccionó en 1940 al servicio de sus delirios, había sido, por cierto, más cauteloso: en el artículo 47 establecía que el subordinado era responsable de sus actos «si sabía que la orden del superior se refería a una acción que fuera delito común o crimen militar».


Las demás leyes latinoamericanas no eran tan fervorosas como la ley de obediencia debida, pero todas coincidieron en la humillación civil ante la prepotencia armada: por mandato del miedo, las matanzas fueron elevadas por encima del alcance de la justicia, y se mandó esconder bajo la alfombra toda la basura de la historia reciente. La mayoría de los uruguayos apoyó la impunidad, en el plebiscito de 1989, al cabo de un bombardeo publicitario que amenazó con el retorno de la violencia: ganó el miedo, que es, entre otras cosas, fuente de derecho. En toda América latina, el miedo, a veces sumergido, a veces visible, alimenta y justifica el poder. Y el poder tiene raíces más profundas y estructuras más duraderas que los gobiernos que entran y salen al ritmo de las elecciones democráticas.

¿Qué es el poder? Con certeras palabras lo definió, a principios del 98, el empresario argentino Alfredo Yabrán:

-El poder es impunidad.


El sabía lo que decía. Acusado de ser la cabeza visible de una mafia todopoderosa, Yabrán había empezado vendiendo helados por las calles y había acumulado, en nombre propio o por cuenta de quién sabe quién, una fortuna. Poco después de esa frase, un juez le dictó orden de captura por el asesinato del fotógrafo José Luis Cabezas. Era el principio del fin de su impunidad, era el principio del fin de su poder. Yabrán se pegó un tiro en la boca.

La impunidad premia el delito, induce a su repetición y le hace propaganda: estimula al delincuente y contagia su ejemplo. Y cuando el delincuente es el estado, que viola, roba, tortura y mata sin rendir cuentas a nadie, se está emitiendo desde arriba una luz verde que autoriza a la sociedad entera a violar, robar, torturar y matar. El mismo orden que por abajo usa, para asustar, el espantapájaros del castigo, por arriba alza la impunidad, como trofeo, para recompensar el crimen.

La democracia paga las consecuencias de estas costumbres. Es como si cualquier asesino pudiera preguntar, con la pistola humeante en la mano:

-¿Qué castigo merezco yo, que maté a uno, si estos generales mataron a medio mundo y andan tan campantes por las calles, son héroes en los cuarteles y los domingos comulgan en misa?

En plena democracia, el dictador argentino Jorge Rafael Videla comulgaba, en la provincia de San Luis, en una iglesia que prohibía la entrada a las mujeres que llevaran mangas cortas o minifaldas. A mediados del 98, se le atragantó la hostia: el devoto fue a parar a la cárcel. Después, por privilegio de la ancianidad, quedó preso en su casa. Era de frotarse los ojos: la obstinación ejemplar de las madres, las abuelas y los hijos de las víctimas había logrado el milagro de una excepción, una de las raras excepciones, a la regla latinoamericana de la impunidad. Videla, asesino de miles, no fue castigado por delito de genocidio, pero al menos tuvo que responder por el robo de los niños nacidos en los campos de concentración, que los militares repartían, como botín de guerra, después de asesinar a sus madres.


La justicia y la memoria son lujos exóticos en los países latinoamericanos. Los militares uruguayos que acribillaron a los legisladores Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz, caminan tranquilamente por las calles que llevan los nombres de sus víctimas. El olvido, dice el poder, es el precio de la paz, mientras nos impone una paz fundada en la aceptación de la injusticia como normalidad cotidiana. Nos han acostumbrado al desprecio de la vida y a la prohibición de recordar. Los medios de comunicación y los centros de educación no suelen contribuir mucho, que digamos, a la integración de la realidad y su memoria. Cada hecho está divorciado de los demás hechos, divorciado de su propio pasado y divorciado del pasado de los demás. La cultura de consumo, cultura del desvínculo, nos adiestra para creer que las cosas ocurren porque sí. Incapaz de reconocer sus orígenes, el tiempo presente proyecta el futuro como su propia repetición, mañana es otro nombre de hoy: la organización desigual del mundo, que humilla a la condición humana, pertenece al orden eterno, y la injusticia es una fatalidad que estamos obligados a aceptar o aceptar.

¿La historia se repite? ¿O se repite sólo como penitencia de quienes son incapaces de escucharla? No hay historia muda. Por mucho que la quemen, por mucho que la rompan, por mucho que la mientan, la historia humana se niega a callarse la boca. El tiempo que fue sigue latiendo, vivo, dentro del tiempo que es, aunque el tiempo que es no lo quiera o no lo sepa. El derecho de recordar no figura entre los derechos humanos consagrados por las Naciones Unidas, pero hoy es más que nunca necesario reivindicarlo y ponerlo en práctica: no para repetir el pasado, sino para evitar que se repita; no para que los vivos seamos ventrílocuos de los muertos, sino para que seamos capaces de hablar con voces no condenadas al eco perpetuo de la estupidez y la desgracia. Cuando está de veras viva, la memoria no contempla la historia, sino que invita a hacerla. Más que en los museos, donde la pobre se aburre, la memoria está en el aire que respiramos; y ella, desde el aire, nos respira.




Olvidar el olvido: don Ramón Gómez de la Serna contó de alguien que tenía tan mala memoria que un día se olvidó de que tenía mala memoria y se acordó de todo. Recordar el pasado, para liberarnos de sus maldiciones: no para atar los pies del tiempo presente, sino para que el presente camine libre de trampas. Hasta hace algunos siglos, se decía recordar para decir despertar, y todavía la palabra se usa en este sentido en algunos campos de América latina. La memoria despierta es contradictoria, como nosotros; nunca está quieta, y con nosotros cambia. No nació para ancla. Tiene, más bien, vocación de catapulta. Quiere ser puerto de partida, no de llegada. Ella no reniega de la nostalgia: pero prefiere la esperanza, su peligro, su intemperie. Creyeron los griegos que la memoria es hermana del tiempo y de la mar, y no se equivocaron.

La impunidad es hija de la mala memoria. Bien lo han sabido todas las dictaduras militares que en nuestras tierras han sido. En América latina se han quemado cordilleras de libros, libros culpables de contar la realidad prohibida y libros simplemente culpables de ser libros, y también montañas de documentos. Militares, presidentes, frailes: es larga la historia de las quemazones, desde que en 1562, en Maní de Yucatán, fray Diego de Landa arrojó a las llamas los libros mayas, queriendo incendiar la memoria indígena. Por no citar más que algunas fogatas, baste recordar que en 1870, cuando los ejércitos de Argentina, Brasil y Uruguay arrasaron Paraguay, los archivos históricos del vencido fueron reducidos a cenizas. Veinte años después, el gobierno de Brasil quemó el papelerío que daba testimonio de tres siglos y medio de esclavitud negra. En 1983, los militares argentinos echaron al fuego los documentos de la guerra sucia contra sus compatriotas; y en 1995, los militares guatemaltecos hicieron lo mismo.



FUENTE: "Clases Magistrales de Impunidad", Patas Arriba. La Escuela del Mundo al Revés, 1998, Eduardo Galeano. En línea: http://www.ateneodelainfancia.org.ar/uploads/galeanoescuela.pdf

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