viernes, 12 de septiembre de 2014

LA REVOLUCIÓN RUSA

Por ROSA LUXEMBURGO (*)
La Revolución Rusa

La Revolución Rusa constituye el acontecimiento más importante de la guerra mundial. Su estallido, su radicalismo sin precedentes, su continuidad, representan el más rotundo desmentido al argumento con el que la socialdemocracia alemana oficial trató de alimentar ideológicamente la campaña de conquistas del imperialismo nacional: la consigna de que a las bayonetas alemanas les estaba asignada la misión de abatir al zarismo ruso y liberar a sus pueblos oprimidos. El desarrollo impetuoso que adquirió la revolución rusa, sus repercusiones profundas sobre todas las relaciones de clase, su capacidad de afrontar el conjunto de los problemas sociales y económicos, su progreso coherente desde un primer estadio de república burguesa a fases cada vez más avanzadas con la fatalidad de una lógica interna –en relación a la cual el derrocamiento del zarismo resultó ser un mero episodio anecdótico, casi una bagatela– todo esto es la demostración palmaria de que la liberación de Rusia no fue obra de la guerra, ni estuvo condicionada por la derrota militar del zarismo, no fue una misión confiada a las “bayonetas alemanas empuñadas por alemanes”, como la Neue Zeit, bajo la dirección de Kautsky, señalaba en sus artículos de fondo, sino que tenía profundas raíces internas y se presentaba como un proceso perfectamente maduro. La aventura bélica del imperialismo alemán bajo el escudo ideológico de la socialdemocracia nacional no fue la que provocó la revolución en Rusia, sino que pudo obstaculizarla durante un cierto período –después de la primera oleada en los años 1911-13– y tras su explosión ha dado lugar en su entorno a las condiciones más difíciles y excepcionales.

Para cualquier observador avezado este curso de los acontecimientos es también una prueba convincente contra la teoría doctrinaria, que Kautsky comparte con el partido socialdemócrata gubernamental, según la cual Rusia, por ser un país económicamente atrasado y esencialmente agrícola, no estaría madura para la revolución social y para la dictadura ejercida por el proletariado. Esta teoría, que sólo considera adecuada en Rusia una revolución burguesa –de la que derivará después la táctica de coalición de los socialistas rusos con el liberalismo burgués– es la misma del ala oportunista del movimiento obrero ruso: la de los llamados mencheviques bajo la dirección de Axelrod y Dan. Los oportunistas, tanto rusos como alemanes, coinciden perfectamente con nuestros socialistas gubernamentales en esta idea básica, de la que deriva la posición que adoptan cada uno de ellos en las cuestiones de táctica: en opinión de estas tres tendencias la revolución rusa habría debido detenerse en el primer estadio, que según la mitología de la socialdemocracia alemana representaría el noble objetivo de la guerra: el abatimiento del zarismo. El hecho de haber avanzado, de proponerse la dictadura del proletariado, representaría, según dicha teoría, un error del ala radical del movimiento obrero ruso, de los bolcheviques, y todos los infortunios que soportó la revolución en el curso posterior de los acontecimientos, todo el desorden del que fue victima, sólo se debería a ese fatal despropósito. Esta teoría, planteada como fruto del “pensamiento marxista” tanto por el Vorwärts de Satampfer como por Kautsky, desemboca teóricamente en el original descubrimiento “marxista” de que la revolución socialista constituye un asunto interno, por así decirlo doméstico, de cada Estado en particular. En las nieblas de esta abstracción esquemática, Kautsky sabe, como es natural, pintar con diligente minuciosidad los nexos económicos mundiales del capital, que unifican a todos los países modernos en un organismo único. La revolución rusa –producto del desarrollo internacional y de la cuestión agraria– no ofrece, sin embargo, posibilidad de soluciones en el marco de la sociedad burguesa.

Rosa Luxemburgo

Prácticamente, esta teoría tiende a eximir al proletariado internacional, en primer lugar al alemán, de toda responsabilidad frente a la historia de la revolución rusa, tiende a rechazar sus conexiones internacionales. El curso de la guerra y de la revolución rusa han probado no la inmadurez de Rusia, sino la del proletariado alemán frente a sus propias tareas históricas, y mostrarlo con claridad representa el deber primero y elemental de un examen crítico de la revolución rusa. Su suerte dependía plenamente de los acontecimientos internacionales. El hecho de que los bolcheviques basaran por completo su política en la revolución mundial del proletariado, constituye la prueba más esplendida de su clarividencia política y de su firmeza de principios, del ardiente sesgo de su política. En esto se manifiesta el enorme paso adelante realizado por el desarrollo capitalista en la última década. La revolución de 1905-1907 sólo encontró un débil eco en Europa. No podía por ello ser mas que un comienzo. La continuación y el final están ligadas al desarrollo europeo.

Como es obvio, no es una apología acrítica, sino sólo una crítica minuciosa y meditada la que está en condiciones de acumular experiencias y enseñanzas. Sería, en efecto, una locura suponer que el primer experimento de dictadura del proletariado en la historia del mundo, realizado en las condiciones más difíciles que se puedan concebir (en medio del caos de una masacre imperialista que se extendió a escala mundial, aprisionado en las firmes tenazas de la potencia militar más reaccionaria de Europa, y frente a una actitud de apatía por parte del proletariado internacional), que en un experimento de dictadura obrera efectuado en tales condiciones excepcionales, todo cuando se hizo o dejó de hacer fuera el máximo de la perfección. Todo lo contrario, los conceptos elementales de la política socialista y el reconocimiento de sus presupuestos históricos imprescindibles, llevan a la hipótesis de que, en condiciones tan fatales, hasta el idealismo más gigantesco y la energía revolucionaria más inquebrantable no habrían estado en condiciones de realizar ni la democracia ni el socialismo, sino tan sólo los primeros rudimentos de ambos.

Tener presente lo que acabamos de señalar, en todas sus profundas conexiones y efectos, no es más que un deber elemental de los socialistas de todos los países, porque sólo partiendo de este amargo reconocimiento puede medirse en toda su importancia la responsabilidad del proletariado internacional frente a los destinos de la revolución rusa. Por otro lado, es la única manera de confirmar la importancia decisiva de la acción internacional de la revolución proletaria, como condición básica, puesto que, si ella faltara, los mayores esfuerzos y los sacrificios más extremos del proletariado de un solo país terminarían inevitablemente por perderse en un mar de contradicciones y errores.

Es indudable que las cabezas más preclaras que dirigen la revolución rusa, Lenin y Trotski, han dado más de un paso decisivo en su camino, escabroso y rodeado de obstáculos de todo tipo, entre las mayores dudas, y que nada habría estado más lejos de su ánimo que el deseo de ver a la Internacional aceptar como un modelo supremo de la política socialista, sin otra opción que la admiración beata y la imitación servil, a todo lo que ellos han debido hacer, o dejar de hacer, forzados por coacciones y entre el torbellino de los acontecimientos.

Sería igualmente erróneo temer que un análisis crítico de las vías recorridas hasta ahora por la revolución de octubre, llevase consigo una minusvaloración de su importancia o de la atracción que ejerce su ejemplo, el único capaz de vencer la inercia de las masas alemanas. Nada más falso. El despertar de las energías revolucionarias de la clase obrera alemana jamás podrá provocarse, conforme al espíritu heredado de la socialdemocracia, por alguna sugestión colectiva, por la fe ciega en alguna autoridad infalible, ya sea de sus propias “instancias” o de las del “ejemplo ruso”. No es creando un entusiasmo artificial, sino, por el contrario, mediante la comprensión de toda la tremenda seriedad, de toda la complejidad de las tareas a realizar, desarrollando su madurez política y su capacidad de juicio como la socialdemocracia –que durante décadas enteras las han sofocado de manera sistemática, bajo los pretextos más variados– podrá situar a nuestro proletariado en condiciones de asumir su misión histórica. Un examen crítico de la revolución rusa en todos sus aspectos, es la mejor escuela para la clase obrera, tanto alemana como internacional, en las tareas que le plantea la situación presente.

El primer período de la revolución rusa, desde su explosión en marzo hasta el golpe de Estado de octubre, corresponde exactamente, en su curso general, al esquema de desarrollo tanto de la revolución inglesa como de la francesa. Es el tipo de proceso que caracteriza todo primer enfrentamiento general de las fuerzas revolucionarias, formadas en el seno de la sociedad burguesa, contra las cadenas de la vieja sociedad.

Su desarrollo se produce naturalmente siguiendo una línea ascendente, a partir de unos comienzos moderados, hasta metas cada vez más radicales y, paralelamente, de la coalición de las clases y de los partidos, a la dictadura del partido más radical.

En los primeros momentos de marzo de 1917, a la cabeza de la revolución se encontraron los “cadetes”, es decir la burguesía liberal. La primera gran marea ascendente lo superó todo: la cuarta Duma, el producto más reaccionario del más reaccionario sistema electoral, el de las cuatro clases, surgido del golpe de Estado, se transformó de manera repentina en un órgano revolucionario. Todos los partidos burgueses, incluidas las derechas nacionalistas, formaron de inmediato un bloque único contra el absolutismo. Éste cae al primer asalto, casi sin lucha, como un organismo podrido, que basta con tocar para que se deshaga. Y la breve tentativa de la burguesía liberal por salvar al menos la dinastía y el trono, abortó en pocas horas. El impetuoso proceso de desarrollo recorre en unos pocos días territorios que la Revolución francesa había tardado décadas en conquistar. Se pudo ver así que Rusia estaba realizando los resultados del desarrollo europeo de un siglo, y sobre todo que la revolución de 1917 era una continuación directa de la de 1905-1907 y no un regalo de los “liberadores alemanes”. En suma, la revolución retomaba en marzo de 1917 el punto exacto en el que la anterior había interrumpido su obra, diez años antes. La república democrática fue el fruto completo, íntimamente maduro, de la primera oleada revolucionaria.

Entonces comenzó la segunda etapa que era la más ardua. Desde el principio, la fuerza motriz de la revolución fue el proletariado de las ciudades. Pero sus reivindicaciones no se agotaban en la instauración de la democracia política, incluían la cuestión candente de la política internacional: la paz inmediata. Al mismo tiempo, la revolución se extendió a la masa del ejército, que planteó la misma exigencia de paz inmediata, y entre las masas campesinas, que colocaron en primer plano la cuestión agraria, elemento crucial de la lucha revolucionaria ya desde 1905.

Paz inmediata y tierra: con estas dos consignas la ruptura del frente revolucionario estaba garantizada. La reivindicación de paz inmediata encontraba la oposición más tenaz en las tendencias imperialistas de la burguesía liberal, cuyo portavoz era Miliukov; la cuestión agraria se alzaba como un espectro terrorífico para otro grupo de la burguesía, la nobleza terrateniente. Significaba, al mismo tiempo, un ataque al sagrado principio de la propiedad privada, punto sensible del conjunto de las clases poseedoras.

Así comenzó, el día después de la primera victoria revolucionaria, una lucha en torno a esos dos puntos candentes: paz y cuestión agraria. La burguesía liberal inició una táctica de dilaciones y huidas hacia adelante. Las masas obreras, el ejército, los campesinos empujaban cada vez con más ímpetu. No cabe duda de que el destino mismo de la democracia política republicana dependía de ambas cuestiones. Las clases burguesas que, desbordadas por la primera oleada revolucionaria, se había dejado arrastrar hasta la forma estatal republicana, empezaron a buscar apoyos a espaldas de las masas para organizar en secreto la contrarrevolución. La expedición cosaca de Kaledin contra Petrogrado evidenció esa tendencia. Si su acción se hubiera visto coronada con el éxito se habría dado un golpe mortal, no sólo a las reivindicaciones de paz y tierra, sino también a la democracia, a la República. Una dictadura militar con régimen de terror contra el proletariado y después el retorno de la monarquía habrían sido sus consecuencias inevitables.

De todo esto puede deducirse la índole utópica y fundamentalmente reaccionaria de la táctica por la que se dejaban guiar los socialistas rusos de la tendencia de Kautsky, los mencheviques. Obcecados por la ficción del carácter burgués de la revolución rusa –¡según la cual Rusia no estaría aún madura para la revolución social!– se aferraron desesperadamente a la coalición con los liberales burgueses, es decir, a la unión forzada con aquellos elementos con los que, separados por el proceso interno de la revolución, estaban abocados a una oposición absoluta. Los Axelrod, los Dan querían a toda costa colaborar con aquellas clases y partidos, de los que provenían los mayores peligros para la revolución y contra su conquista inicial: la democracia.

Es un fenómeno sorprendente observar cómo ese hombre diligente (Kaustky), durante cuatro años de guerra mundial, con su trabajo infatigable, tranquilo y metódico, ha ido abriendo una brecha tras otra en la teoría del socialismo; un trabajo del que el socialismo ha salido como un colador, sin una sola parte sana. La impasibilidad acrítica con la que sus seguidores asisten a este trabajo aplicado de su teórico oficial y elogian sin pestañear sus descubrimientos siempre novedosos, solo encuentra analogía en la impasibilidad con la que los acólitos de los Scheidemann y Cía, observan el trabajo de demolición del socialismo que estos llevan a cabo. En efecto, ambos trabajos son perfectamente complementarios, y Kautsky, la vestal oficial del marxismo, desde el estallido de la guerra, se limita en realidad a celebrar en el plano teórico lo que realizan en la práctica los Scheidemann: 1. la Internacional, un instrumento de paz; 2. desarme y Sociedad de Naciones; 3. democracia, no socialismo.

En esta situación, corresponde a la tendencia bolchevique el mérito histórico de haber proclamado y perseguido desde el principio, con férrea coherencia, dicha táctica, la única que podía salvar a la democracia e impulsar hacia adelante a la revolución. Todo el poder en manos exclusivas de las masas obreras y campesinas, en manos de los soviets: ésta era, en efecto, la única vía de salida de las dificultades en las que había caído la revolución; éste es el mandoble con el que se cortó el nudo gordiano. La revolución salió del impasse y se le abrió un campo de desarrollo ilimitado.

El partido de Lenin fue así el único que en Rusia comprendió, desde el primer periodo, los auténticos intereses de la revolución, fue su elemento propulsor, el único partido que hizo una política realmente socialista.

Así se explica también que los bolcheviques, siendo al principio de la revolución una minoría proscrita en todas partes, calumniada y perseguida, hayan ocupado en poco tiempo la cabeza del proceso revolucionario, y todos los auténticos sectores populares: el proletariado urbano, el ejército, los campesinos, así como los elementos revolucionarios de la democracia, el ala izquierda de los socialistas revolucionarios, hayan podido reunirse bajo sus banderas.

La situación concreta de la revolución rusa se redujo en pocos meses a la siguiente alternativa: victoria de la contrarrevolución o dictadura del proletariado, Kaledin o Lenin. Esta es la situación objetiva en la que se cristaliza rápidamente toda revolución, una vez desvanecida la embriaguez inicial. En Rusia dicha situación surgía de los acuciantes problemas de la paz y de la tierra, para los cuales no había posibilidad alguna de solución en el marco de la revolución “burguesa”.

La revolución rusa en este caso no hizo más que confirmar la enseñanza fundamental de toda gran revolución, cuya ley es la de avanzar con extrema celeridad y decisión, abatiendo con mano férrea todos los obstáculos y planteándose siempre metas ulteriores, o ser rechazada rápidamente más atrás de las débiles posiciones de partida, para ser luego aplastada por la contrarrevolución. Detenerse, marcar el paso, resignarse con el primer objetivo logrado, son fenómenos desconocidos en las revoluciones. Y quien trate de transferir a la táctica revolucionaria estas pequeñas habilidades de la lucha parlamentaria, demuestra solamente cuán alejado está de la psicología, de la ley profunda de la revolución, sino también de todas las enseñanzas de la historia.

Rosa Luxemburgo en un mitin

El curso de la revolución inglesa, desde su inicio en 1642, muestra como las vacilaciones y debilidades de los presbiterianos, la falta de determinación en la guerra contra el ejército realista, una guerra durante la cual los jefes presbiterianos evitaron deliberadamente una batalla decisiva y la victoria contra Carlos I, condujeron a que los Independientes los expulsaran del Parlamento y se adueñaran del poder. Y del mismo modo, en el seno del ejército de los Independientes, fueron de nuevo las masas pequeño-burguesas de soldados, los “niveladores” de Lilburn quienes constituyeron la fuerza de choque de todo el movimiento independiente; también fueron los elementos proletarios de la masa de soldados, los más radicales desde el punto de vista social, agrupados en el movimiento de los “diggers”, quienes representaron a su vez el fermento del partido democrático de los “niveladores”.

Sin la influencia moral de los elementos proletarios revolucionarios sobre la masa de soldados, sin la presión de la masa democrática de soldados sobre el estrato burgués superior del partido de los Independientes, no se habría llegado ni a la “depuración” del Parlamento Largo de los presbiterianos, ni a la conclusión victoriosa de la guerra contra el ejército de los Caballeros y los escoceses, ni al proceso y ejecución capital de Carlos I, ni a la abolición de la Cámara de los Lores y tampoco a la proclamación de la República.

¿Qué ocurrió en la gran revolución francesa? En este caso, después de cuatro años de luchas, la toma del poder por los jacobinos se mostró como el único medio para salvar las conquistas de la revolución, de alcanzar la República, aniquilar el feudalismo, organizar la defensa revolucionaria tanto en el interior como en el exterior, aplastar las conspiraciones de la contrarrevolución, difundir la ola revolucionaria desde Francia a toda Europa.

Kautsky y sus seguidores rusos, que pretendían mantener en la revolución rusa el carácter burgués de su primera fase, representan la exacta contrapartida de aquellos liberales alemanes e ingleses del siglo pasado que en la gran revolución francesa hacían la conocida distinción entre dos periodos: la revolución “buena” de la primera fase girondina, y la “mala” a partir del predominio de los jacobinos. La superficialidad de la concepción liberal de la historia no necesita naturalmente advertir que sin la toma del poder por los Jacobinos, ni siquiera las tímidas conquistas primeras de la fase girondina se habrían salvado de entre las ruinas de la revolución, y que la alternativa real de la dictadura jacobina, tal como planteaba en el año 1793 la marcha inexorable del desarrollo histórico, no era una democracia “moderada”, sino… ¡la restauración de los Borbones! En realidad, el “justo medio” no es una solución que tenga vigencia en un periodo revolucionario, cuya ley natural exige una rápida decisión: o la locomotora se lanza a toda máquina por la pendiente histórica hasta la cumbre, o la fuerza de la gravedad la arrastrará de nuevo hacia abajo y se despeñará en el abismo, con todos aquellos que con sus débiles fuerzas pretendían retenerla a mitad de camino.

Se explica así que en toda revolución se adueñen de la dirección y del poder sólo aquellos partidos que tienen el coraje de lanzar la consigna más avanzada y extraer de ella todas las consecuencias. Así se explica el papel deplorable desempeñado por los mencheviques rusos, por los Dan, Tsereteli, etc., que después de haber gozado inicialmente de enorme prestigio entre las masas, tras un largo período de vacilaciones en el que hicieron uso de todo tipo de enredos para evitar la toma del poder, acabaron siendo barridos de la escena sin pena ni gloria.

El partido de Lenin fue el único que entendió el deber de un partido auténticamente revolucionario y mediante la consigna de ¡Todo el poder al proletariado y a los campesinos!, aseguró la continuación de la revolución.

Así resolvieron los bolcheviques la famosa cuestión de “la mayoría del pueblo”, algo que para los socialdemócratas alemanes fue siempre una especie de pesadilla. Formados en el cretinismo parlamentario no hacen sino transferir a la revolución la prudencia de andar por casa propia de esa actitud: para hacer algo hay que tener antes la mayoría. Por consiguiente, hasta para hacer la revolución “Debemos primero convertirnos en mayoría”. La dialéctica revolucionaria pone, sin embargo, boca abajo a esta sagacidad de carcamal parlamentario: la vía a seguir no va a la táctica revolucionaria a partir de la mayoría, sino a la mayoría a partir de la táctica revolucionaria. Sólo un partido que sepa dirigirlas, que sepa adelantarse a los acontecimientos, consigue ganar masas de adeptos en tiempos tempestuosos. La resuelta voluntad con la que Lenin y sus compañeros lanzaron en el momento decisivo la única consigna capaz de movilizar: todo el poder para el proletariado y los campesinos, les hizo pasar, casi de la noche a la mañana, de ser una minoría perseguida, denigrada e ilegal, cuyos jefes, como Marat, debían ocultarse en las cantinas, a ser los dueños absolutos de la situación.

Los bolcheviques, además, pusieron de inmediato como objetivo de esta toma del poder todo un vasto programa revolucionario: no un reforzamiento cualquiera de la democracia burguesa, sino la dictadura del proletariado con vistas a la realización del socialismo. Conquistaron así el mérito imperecedero de haber sido los primeros en proclamar, como programa inmediato de política práctica, los objetivos finales del socialismo.

Todo cuanto un partido puede exhibir, en un momento histórico, de coraje, de energía, de intuición revolucionaria y de coherencia, Lenin, Trotski y sus compañeros lo mostraron ampliamente. Todo el honor y la capacidad de acción revolucionarias que faltó a la socialdemocracia occidental, encontró su expresión en los bolcheviques. La insurrección de octubre no representó solamente la salvación real de la revolución rusa, sino también la rehabilitación del socialismo internacional.

Trotsky y Lenin

Los bolcheviques son los herederos históricos de los “niveladores” ingleses y de los jacobinos franceses. Pero la tarea concreta que debían realizar en la Revolución rusa, después de la toma del poder, era imcomparablemente más difícil que la de sus predecesores históricos. (Importancia de la cuestión agraria. Ya en 1905. Después, en la III Duma, ¡los campesinos de derecha! La cuestión campesina y defensa nacional. El ejército). Ciertamente, la consigna de la ocupación y del reparto de la tierra por parte de los campesinos era la fórmula más rápida, simple y lapidaria para lograr dos objetivos: destruir la gran propiedad terrateniente y ligar de inmediato a los campesinos con el gobierno revolucionario. Como medida política para la consolidación del gobierno proletario-socialista era una táctica excelente. Sin embargo, la cuestión tenía dos caras y el reverso de la moneda consiste en el hecho de que la ocupación directa de la tierra y su reparto entre los campesinos no tiene absolutamente nada en común con el socialismo.

La transformación socialista de la economía supone, en lo que hace a la agricultura, dos cosas:

En primer lugar, la nacionalización de la gran propiedad, en tanto que nivel técnicamente más avanzado de la concentración de los medios de producción agrícola, es la que puede servir como punto de partida del sistema económico socialista en el campo. Si, como es natural, no se trata de quitarle al pequeño campesino su trozo de tierra y si se le puede dejar tranquilamente hasta que se convenza por sí mismo de las ventajas de la explotación colectiva, a través, en un primer momento, del agrupamiento cooperativo y después del sistema de explotación colectiva, toda transformación socialista de la economía agrícola debe empezar, naturalmente, por la grande y la mediana propiedad. En este terreno, debe ante todo transferir el derecho de propiedad a la nación o, si se quiere, al Estado, que es lo mismo en el caso de un gobierno socialista. Sólo una medida de este tipo garantiza la posibilidad de organizar la producción agrícola sobre una base socialista.

El segundo presupuesto de esta transformación es acabar con la oposición entre la agricultura y la industria, rasgo característico de la sociedad burguesa, para dar lugar a una compenetración y una fusión completa de estas dos ramas de la producción, con una transformación de ambas conforme a un punto de vista común. Cualquiera que sea la forma en la que se organice prácticamente la gestión, se confíe a las municipalidades, como algunos plantean, o al Estado, en todo caso, la condición previa es una reforma conducida unitariamente y desde el centro, lo que a su vez presupone la nacionalización del suelo. Nacionalización de la grande y mediana propiedad territorial, unificación de la industria y la agricultura, he aquí las condiciones fundamentales de cualquier transformación socialista de la economía, sin los cuales no hay socialismo.

¿Se le puede reprochar al gobierno de los soviets en Rusia que no haya efectuado estas importantes reformas? Sería poco serio pretender, o esperar, de Lenin y sus amigos, que en el corto período de su permanencia en el poder, en medio de un torbellino vertiginoso de luchas interiores y exteriores, presionados desde todas partes por innumerables enemigos y enfrentados a resistencias insuperables, resolvieran uno de los problemas más difíciles, sino el más difícil, de la transformación socialista, o llegaran tan sólo a planteárselo. Cuando nosotros estemos en el poder, en el mismo Occidente, y aún contando con las condiciones más favorables, tendremos ocasión de rompernos más de un diente en ese hueso antes de resolver las más simples de las miles de complejas dificultades de esta tarea gigantesca.

Sin embargo hay algo que un gobierno socialista llegado al poder debe hacer en todo caso: adoptar medidas que sean coherentes con los presupuestos fundamentales de una transformación socialista de la agricultura y evitar todo aquello que obstaculice el avance en ese sentido.

Ahora bien, la consigna lanzada por los bolcheviques de toma de posesión inmediata y de reparto de la tierra por parte de los campesinos, podría ir, precisamente, en la dirección contraria. No sólo no se trata de una medida socialista, sino que tampoco despeja el camino que conduce hacia ella y acumula dificultades insuperables para su consecución.

La ocupación de los latifundios por parte de los campesinos, conforme a la breve y lapidaria consigna de Lenin y sus amigos: “¡Id y repartios la tierra!”, condujo al paso repentino y caótico de la gran propiedad terrateniente, no a la propiedad social, sino a una nueva propiedad privada, resultado de su desmembramiento en posesiones de mediana y pequeña extensión, de la gran explotación relativamente avanzada a las pequeñas explotaciones muy atrasadas, técnicamente a nivel de la época de los faraones. Y ello no es todo: a través de estas medidas y de la forma caótica, puramente arbitraria, como fueron aplicadas, las diferencias sociales en el campo no sólo no han sido suprimidas, sino que fueron acentuadas. Aun cuando los bolcheviques hayan exhortado a los campesinos a que formen comités para hacer, de alguna manera, de la ocupación de las tierras de los nobles una acción colectiva, es claro que este consejo genérico no podía cambiar en nada la práctica concreta y las relaciones de clase en el campo. Con comités o sin ellos, los campesinos ricos y los usureros, que constituían la burguesía rural y que en todas las aldeas rusas tenían en sus manos el poder local efectivo, se han convertido en los principales beneficiarios de la revolución agraria. Sin que sea necesario haberlo visto personalmente, es evidente que los resultados del reparto de las tierras no ha sido suprimir, sino incrementar las desigualdades sociales y económicas entre los campesinos y agravar entre ellos los antagonismos de clase. Las modificaciones en la correlación de fuerzas se ha hecho en detrimento de los intereses proletarios socialistas. Antes, una reforma socialista en el campo se habría enfrentado únicamente a la resistencia de una pequeña casta de grandes propietarios terratenientes, nobles y capitalistas, y a una pequeña fracción de burguesía rural, cuya expropiación por una masa popular revolucionaria no es más que un juego de niños. Ahora, después de la ocupación de la tierra por los campesinos, el enemigo que se alzará ante cualquier proceso de socialización de la agricultura, es una masa enorme y considerablemente acrecentada de campesinos propietarios que defenderán con todas sus fuerzas la propiedad recién adquirida contra cualquier ataque socialista. Ahora, el problema de la socialización futura de la agricultura, y en consecuencia de la producción en general, en Rusia, se ha convertido en un elemento de discordia y de lucha entre el proletariado urbano y las masas campesinas. Hasta qué punto se ha agravado actualmente ese antagonismo lo demuestra el boicot campesino a las ciudades, a las que les niegan los medios de subsistencia para poder especular con ellos, exactamente como hacen los hidalgüelos prusianos.

El pequeño campesino francés se convirtió en el más valeroso defensor de la Revolución francesa que le había regalado la tierra confiscada a la emigración. Como soldado napoleónico llevó a la victoria la bandera francesa, atravesó toda Europa y destruyó el feudalismo en un país tras otro. Lenin y sus amigos pueden haber esperado un efecto similar de su consigna agraria. Sin embargo, una vez en posesión de la tierra, el campesino ruso ni siquiera ha soñado con defender a Rusia y a la revolución, a la que debía la tierra. Se ha enclaustrado en la nueva posesión, abandonando la revolución a sus enemigos, el Estado a la ruina y la población de las ciudades al hambre.

La reforma agraria de Lenin ha creado para el socialismo una nueva y potente capa de enemigos en el campo, cuya resistencia será mucho más peligrosa y obstinada que la de la aristocracia terrateniente.

El hecho de que la derrota militar haya conducido al hundimiento y a la ruina de Rusia es en parte responsabilidad de los bolcheviques. Contribuyeron a agravar las dificultades objetivas de la situación por medio de una consigna que situaron en el punto central de su política: el derecho de los pueblos a disponer de sí mismos, o lo que en realidad se esconde detrás de esta consigna: la disgregación de Rusia. Esta fórmula, reiterada con una obstinación doctrinaria, del derecho de las distintas naciones del Imperio Ruso a decidir por sí mismas su propio destino, “hasta, incluso, su separación completa de Rusia”, fue el grito de guerra particular de Lenin y sus amigos durante su lucha contra el imperialismo tanto de Miliukov como de Kerenski. Fue el eje de su política interior después de la revolución de octubre y constituyó la plataforma de los bolcheviques en Brest-Litovsk; el único arma que tenían para oponerse a la potencia del imperialismo alemán.


Lo que sorprende, de entrada, en la obstinación y la testarudez con las que Lenin y sus amigos han mantenido esta consigna, es que entra en contradicción flagrante, tanto con el centralismo de su política, que han reivindicado con frecuencia, como con su actitud respecto a otros principios democráticos. Mientras mostraban un frío desprecio frente a la Asamblea Constituyente, el sufragio universal, la libertad de prensa y de reunión, en síntesis, frente a todo el aparato de las libertades democráticas fundamentales de las masas populares, que en su conjunto integraban el “derecho a la libre determinación” en Rusia, hacían de este derecho de los pueblos a disponer de sí mismos uno de los núcleos de la política democrática, por amor al que debían de ser silenciadas todas las consideraciones prácticas de la crítica realista. Mientras no se habían sentido obligados en modo alguno por la votación popular a la Asamblea Constituyente rusa, una votación llevada a cabo según el derecho electoral más democrático del mundo y en la plena libertad de una república popular, y cuyos resultados declararon nulos por impasibles consideraciones críticas, defendieron en Brest-Litovsk el derecho de los pueblos a disponer de sí mismos como el auténtico paladión [estatua de Palas Atenea] de toda libertad y de toda democracia, quintaesencia inalterada de la voluntad de los pueblos e instancia decisiva suprema en el tema de la suerte política de las naciones.



Trotski en Brest-Litovsk

La contradicción, tan flagrante, es tanto más incomprensible cuando, en las formas democráticas de la vida política de todos los países, se trata efectivamente, como veremos más adelante, de principios extremadamente válidos, imprescindibles incluso, de la política socialista, mientras que el famoso derecho de los pueblos a disponer de sí mismos no es más que una frase hueca, una fruslería pequeño-burguesa.

¿Qué significa, en realidad, este derecho? Es un principio elemental de la política socialista combatir todo tipo de opresión y, por tanto, también la opresión de una nación por otra. Si, pese a todo, políticos tan reflexivos como Lenin, Trostki y sus amigos, que han respondido con un irónico alzamiento de hombros ante consignas tales como “desarme”, “sociedad de Naciones, etc. , han hecho esta vez su caballo de batalla de una frase vacía, es debido, en nuestra opinión, a una manifestación de política oportunista. Lenin y sus amigos contaban con que no había medio más seguro de ganar para la causa de la revolución a las numerosas nacionalidades alógenas pertenecientes al imperio ruso que reconocerles, en nombre de la libertad y el socialismo, del derecho absoluto a disponer de su suerte. Se trataba de una política análoga a la que los bolcheviques adoptaron respecto a los campesinos a los que pensaban ganarse mediante consignas como la toma de posesión directa de las tierras, ligándolos así a la bandera de la revolución y del gobierno proletario. En ambos casos, sin embargo, sus cálculos se demostraron absolutamente errados. Lenin y sus amigos esperaban que, dado que ellos habían sido los defensores de la libertad nacional, incluso hasta la separación completa, Finlandia, Ucrania, Polonia, Lituania, los Países Bálticos, Caucasia, etc., pasaran a ser aliados fieles de la revolución rusa. Hemos asistido, sin embargo, al espectáculo inverso: una tras otra todas las “naciones” utilizaron la libertad que acababan de conseguir para aliarse con el imperialismo alemán. El interludio con Ucrania en Brest-Litovsk, que significó un cambio decisivo en aquellas negociaciones y en toda la situación política, interna y externa, de los bolcheviques, constituye un claro ejemplo. El comportamiento de Finlandia, Lituania, Países Bálticos, las naciones del Cáucaso es la demostración más convincente de que estamos ante una excepción fortuita, sino ante un fenómeno reiterado.


Es cierto que en todos estos casos no fueron las “naciones” quienes desplegaron esta política reaccionaria, sino solamente las clases burguesas y pequeño-burguesas, quienes, en abierta contradicción con las masas proletarias de su país, hicieron de este “derecho de los pueblos a la autodeteminación” un instrumento de su política contrarrevolucionaria. Sin embargo –y aquí llegamos precisamente al punto crucial de la cuestión– el carácter utópico, pequeño-burgués de esta consigna nacionalista consiste precisamente en esto, que, en la dura realidad de la sociedad de clase, sobre todo en un período de antagonismos extremos, se transforma en un medio de dominación de la clase burguesa. Los bolcheviques debieron aprender a su propia costa y a la de la revolución que, bajo el dominio del capitalismo, no hay lugar para la libre determinación de los pueblos, que, en una sociedad de clases, cada clase de la nación busca “determinarse” de manera distinta, que, para las clases burguesas, las consideraciones de libertad nacional quedan postergadas ante las de dominación de clase. La burguesía finlandesa, igual que la pequeña burguesía ucraniana, prefirió siempre la dominación alemana a la libertad nacional, para la que debía estar ligada al peligro del “bolchevismo”.


La esperanza de cambiar las relaciones reales de clase por medio de “plebiscitos”, el principal objetivo de las deliberaciones de Brest-Litovsk, y de obtener un voto favorable a la integración en la revolución rusa, confiando en los sentimientos de las masas populares, si era sincera, evidencia un optimismo incomprensible por parte de Lenin y Trotski. Si se trataba de una finta táctica en su lucha con la política de fuerza alemana, era un juego peligroso. Aún sin la ocupación militar alemana, el famoso “plebiscito”, en el supuesto de que hubiera llegado a plantearse en los países limítrofes, habría dado, visto el nivel de conciencia de las masas campesinas y de capas importantes del proletariado todavía indiferentes, las tendencias reaccionarias de la pequeña burguesía y los muchos medios de que disponía la burguesía para influir en el voto, un resultado del que los bolcheviques tendrían pocas razones para felicitarse. Puede admitirse como una regla general, en estos asuntos de plebiscitos sobre la cuestión nacional, que las clases dominantes no los harán allí donde no les convenga y, si los hacen, recurrirán a todo tipo de maniobras para impedir que podamos introducir el socialismo por esa vía.


Que la cuestión de las reivindicaciones y de las tendencias nacionalistas se haya planteado en medio de las luchas revolucionarias, y, a través del tratado Brest-Litovsk, se haya colocado en primer plano, considerada incluso como la seña de identidad de la política socialista y revolucionaria, provocó un gran desconcierto en las filas socialistas y quebrantó la posición del proletariado precisamente en los países limítrofes. En Finlandia, el proletariado socialista, mientras combatió como parte de la compacta falange revolucionaria de Rusia, llegó a conquistar una posición dominante. Poseía la mayoría de la Dieta, en el ejército había reducido a la burguesía a la completa impotencia y era dueño de la situación del país. La Ucrania rusa había sido, a principios de siglo, cuando todavía no habían sido inventadas las locuras del “nacionalismo ucraniano”, con la Karbowentzen y los Universales, ni el “capricho” de Lenin de una “Ucrania autónoma”, el bastión del movimiento revolucionario ruso. Fue de allí, de Rostov, de Odessa, del territorio del Don, afluyeron las primeras corrientes de lava revolucionaria (ya en 1902-1904) y cubrieron a toda la Rusia meridional en un mar de llamas, preparando la explosión de 1905. El mismo fenómeno se ha producido con la revolución actual, en la que el proletariado de Rusia meridional suministró las tropas de élite de la falange proletaria. Polonia y los Países Bálticos fueron, a partir de 1905, los focos más ardientes y más seguros de la revolución, en los que el proletariado socialista jugó un papel preponderante.


¿Qué pasó para que en todos estos países triunfase la contrarrevolución? Que el movimiento nacionalista paralizó al proletariado, separándolo de Rusia, y lo entregó maniatado a la burguesía nacional. En lugar de tender a reunir, conforme al espíritu de la nueva política internacionalista de clase, que ellos representaban, de agrupar en una masa lo más compacta posible a las fuerzas revolucionarias de todo el territorio del imperio ruso, en tanto que territorio de la revolución, de contraponer como mandamiento supremo de su política, la solidaridad de los proletarios de todas las nacionalidades del interior del imperio ruso a todas las separaciones nacionalistas, los bolcheviques han proporcionado a la burguesía, por medio de su aparatosa consigna nacionalista del “derecho de los pueblos a disponer de sí mismos, hasta, incluso, la separación completa”, en los países limítrofes, el mejor de los pretextos, podría decirse incluso que el estandarte, para su política contrarrevolucionaria. En lugar de poner sobre aviso a los proletarios de los países limítrofes contra todo separatismo, como trampa de la burguesía, han desconcertado con su consigna a las masas, entregándolas así a la demagogia de las clases poseedoras. Por medio de esta reivindicación nacionalista, provocaron, prepararon ellos mismos, el desmembramiento de Rusia y pusieron en manos de sus propios enemigos el puñal que clavarían en el corazón de la revolución rusa.


Es cierto que sin la ayuda del imperialismo alemán, sin “los fusiles alemanes empuñados por alemanes”, como escribió la New Zeit de Kautsky, los Lubinsky y los otros canallas de Ucrania, así como los Erich y los Mannerheim finlandeses y los barones bálticos no hubieran podido vencer a las masas proletarias socialistas de sus países. Pero el separatismo nacional fue el caballo de Troya, gracias al cual, los “camaradas” alemanes se introdujeron, fusil en mano, en todo estos países. Es cierto que los antagonismos reales de clase y las relaciones de fuerzas militares condujeron a la intervención alemana, pero los bolcheviques suministraron la ideología que enmascaró esta campaña contrarrevolucionaria, reforzando las posiciones de la burguesía y debilitando las del proletariado. La mejor prueba de ello es Ucrania que iba a desempeñar un papel tan nefasto en los destinos de la revolución rusa. El nacionalismo ucraniano, completamente distinto del checo, del polaco o del finés, no fue en Rusia otra cosa que una extravagancia, una especie de manía de unas docenas de intelectuales pequeño-burgueses, sin la mínima base en las condiciones económicas, políticas o intelectuales del país, sin apoyo en ninguna tradición histórica, porque Ucrania nunca constituyó una nación o un Estado independiente; no poseyó nunca una cultura nacional, más allá de algunas poesías romántico-reaccionarias y no hubiera podido conseguir ninguna estructura política sin el regalo del “derecho de los pueblos a disponer de si mismos”.


Es como si un buen día las poblaciones de la Wasserkante quisieran fundar, a partir de Fritz Reuter, una nación y un Estado bajo-alemán. Y estas bufonadas insensatas de unos profesores y estudiantes de la universidad fueron infladas artificialmente por Lenin y consortes, mediante su agitación doctrinaria en nombre del “derecho a la autodeterminación incluso, etc. ” hasta convertirlas en un factor político. Fueron ellos quienes dieron importancia a lo que en sus inicios no fue más que una farsa, hasta que se convirtió en un hecho grave y sangriento: no en un movimiento nacional serio, para el que ni antes ni ahora tuvo raíces, ¡sino en una enseña y un banderín de enganche para la contrarrevolución! Ésta es la burbuja de aire que las bayonetas alemanas arrastraron hasta Brest-Litovsk.


En la historia de las luchas de clase estas consignas revisten, con frecuencia, una importancia muy real. En la presente guerra mundial es una verdadera fatalidad para el socialismo que parezca destinado a suministrar consignas a la política contrarrevolucionaria. Cuando estalló la guerra, la socialdemocracia alemana se apresuró a cubrir la expedición predadora del imperialismo alemán con argumentos ideológicos sacados de los desvanes del marxismo: declararon que se trataba de una expedición liberadora contra el zarismo ruso auspiciada por nuestros viejos maestros. En los antípodas de los socialistas gubernamentales, estaba destinado a los bolcheviques llevar agua al molino de la contrarrevolución con la consigna de la autodeterminación nacional y de proporcionar un pretexto ideológico no sólo para el estrangulamiento de la misma revolución rusa, sino para la proyectada liquidación contrarrevolucionaria de la guerra mundial. Tenemos todas las razones para examinar muy a fondo, desde este punto de vista, la política bolchevique. El “derecho de los pueblos a disponer de si mismos”, emparejado con la “Sociedad de Naciones” y el “desarme”, por gracia de Wilson, es el grito de guerra bajo el que se desarrollará el inminente conflicto entre el socialismo internacional y el mundo burgués. Es claro que esta consigna y toda la ideología nacionalista, que constituyen actualmente el mayor peligro para el socialismo internacional, han recibido un extraordinario refuerzo precisamente de la revolución rusa y de las negociaciones de Brest-Litovsk. De esta plataforma tendremos que ocuparnos de manera más detallada. Las consecuencias trágicas de esta consigna en la revolución rusa, en cuyas espinas los bolcheviques estaban destinados a enredarse hasta sangrar, deben servir de advertencia al proletariado internacional.


De todo esto ha surgido la dictadura de Alemania.¡De la paz de Brest al “tratado anexo”! Las 200 victimas expiatorias de Moscú. De ahí proceden el terror y el aplastamiento de la democracia.


Examinaremos de cerca la cuestión a la luz de algunos ejemplos.


Un hecho que ha jugado un papel preferente en la política de los bolcheviques es la famosa disolución de la Asamblea Constituyente en noviembre de 1917. Esta medida ha ejercido una influencia decisiva sobre su actitud posterior, en cierto sentido significó un punto crucial en su táctica. Es un hecho que hasta la victoria de octubre, Lenin y sus compañeros reivindicaron insistentemente la convocatoria de la Asamblea Constituyente y que la política dilatoria del gobierno de Kerenski a este respecto hizo que se convirtiera en uno de los blancos preferidos de la crítica, a veces extremadamente violenta, de los bolcheviques. En su estudio titulado De la revolución de octubre al tratado de paz de Brest, Trotski afirma que el golpe de Estado de octubre suponía “la salvación de la Constituyente”, así como de la revolución en general. “Y cuando decíamos – prosigue – que el camino hacia la Asamblea Constituyente no pasaría por el pre-parlamento de Tsereteli, sino por el soviet, hablábamos con toda sinceridad”. 


Sin embargo, después de todas estas declaraciones, el primer paso de Lenin tras la revolución de octubre fue… la disolución de esta misma Asamblea Constituyente, a la que debería de haberle abierto el camino. ¿Qué motivos podían haber determinado este giro tan desconcertante? Trotski abunda en detalles al respecto en el folleto mencionado. Veamos sus argumentos:


Si los meses anteriores a la revolución de octubre fueron un período de empuje sostenido en la orientación de las masas hacia la izquierda y de un ingreso constante de obreros, soldados y campesinos en las filas del bolchevismo, este movimiento se manifestaba en el seno del partido socialista revolucionario en el que se reforzaba su ala izquierda a expensas de la derecha. Sin embargo, en las listas del partido, dominaban todavía por tres cuartas partes los antiguos nombres del ala derecha…”


A esto debe agregarse que las elecciones tuvieron lugar en las semanas siguientes a la revolución de octubre. Las noticias de los cambios que se estaban produciendo se iban propagando de forma relativamente lenta, en círculos concéntricos, de la capital a la provincia, y de las ciudades a las aldeas. En muchos de estos sitios las masas campesinas estaban muy poco al corriente de lo que pasaba en Petrogrado y en Moscú. Votaban por “Tierra y Libertad” y por sus representantes en los comités agrarios que eran, en su mayoría, partidarios de los “narodniki”.


Pero votaban también por Kerenski y Avsentiev, que habían disuelto esos mismos comités agrarios y hacían arrestar a sus miembros… Este estado de cosas permite entender hasta qué punto la Constituyente estaba por detrás del desarrollo de la lucha política y de los cambios habidos en la relación de fuerzas entre los diferentes partidos”.


Todo esto está muy bien y resulta muy convincente. Pero no deja de sorprender que gente tan perspicaz como Lenin y Trotski no hayan llegado a la obvia conclusión que se deriva de los hechos arriba expuestos. Dado que la Asamblea Constituyente reflejaba una elección muy anterior al momento del viraje decisivo de octubre, y reflejaba en su composición la imagen de un pasado ya superado y no del nuevo estado de cosas, se imponía la conclusión de que había que anular esta Constituyente envejecida, nacida muerta, y ¡convocar sin tardanza nuevas elecciones con vistas a una nueva Constituyente! No podían, ni querían confiar la suerte de la revolución a una Asamblea que reflejaba la Rusia de Kerensky, el período de dudas y de coalición con la burguesía. ¡Perfecto! No había que hacer otra cosa que convocar inmediatamente para sustituirla una asamblea surgida de la Rusia renovada y más avanzada.


En lugar de esto, Trostki deduce de la insuficiencia particular de la Asamblea Constituyente reunida en octubre, la inutilidad absoluta de cualquier Asamblea Constituyente en general e incluso llega hasta negar el valor de cualquier representación popular surgida de unas elecciones generales en un periodo revolucionario.


Gracias a la lucha abierta y directa por el poder, las masas trabajadoras acumulan en un tiempo breve una experiencia política considerable y ascienden rápidamente un escalón tras otro. El pesado mecanismo de las instituciones democráticas es tanto más incapaz de seguir esta evolución cuanto el país es más grande y más imperfecto su aparato técnico” (op. cit., p. 93).



Cartel de los social-revolucionarios para las elecciones de 1917 a la Asamblea Constituyente

Aquí estamos ya ante el cuestionamiento del “mecanismo de las instituciones democráticas” en general. Puede objetarse que tal valoración de las instituciones representativas expresa una concepción un tanto esquemática y rígida, que es contradicha expresamente por la experiencia de todas las épocas revolucionarias del pasado. Según la teoría de Trotski toda asamblea electa no hace sino reflejar, de una vez por todas, las ideas, la madurez política y el nivel de conciencia de un electorado en el preciso momento en que va a las urnas. La asamblea democrática sería siempre el reflejo de la masa en el momento de las elecciones, tal como, según Herschel, el cielo estrellado nos muestra los astros, no como estaban en el momento en el que los observamos, sino como eran cuando enviaban sus rayos desde una distancia inconmensurable hasta la tierra. Lo que lleva a negar por completo todo lazo viviente entre los elegidos y sus electores, toda influencia recíproca de los unos sobre los otros.

Esta concepción está en completa contradicción con toda la experiencia histórica. Ésta nos muestra, por el contrario, que el fluido vivo de la opinión popular baña constantemente los cuerpos representativos, los penetra, los dirige. De otra manera, ¿cómo sería posible explicar que en todos los parlamentos burgueses asistamos de tiempo en tiempo, a las más regocijantes cabriolas de los “representantes del pueblo”, que de improviso aparecen animados de un “nuevo espíritu” y nos hacen oír palabras totalmente inesperadas? ¿Cómo sería posible que las momias más resecas asuman de tiempo en tiempo aires juveniles y los distintos Scheidemänn encuentren de golpe en sus pechos acentos revolucionarios cuando la cólera ruge en las fábricas, en los talleres y en las calles?


¿Y esta acción viva y permanente de las masas sobre las instituciones electivas debería detenerse precisamente en períodos revolucionarios ante el esquema establecido de las señas de cada partido y de las listas de candidatos? ¡Todo lo contrario! La revolución crea precisamente, por la llama que aviva, esa atmósfera vibrante, impresionable, donde los cambios de la opinión pública, el pulso de la vida popular, obran instantáneamente y de manera admirable sobre las instituciones representativas. Esto explica las emotivas escenas, tan conocidas, del comienzo de todas las revoluciones en las que puede verse que parlamentos reaccionarios o muy moderados, elegidos bajo el antiguo régimen por sufragio restringido, se transforman de repente en portavoces heroicos de la revolución, en órganos de la insurrección. El ejemplo clásico es el famoso “Parlamento Largo” inglés, que, elegido y reunido en 1642, permaneció siete años en funciones y reflejó sucesivamente todos los cambios de la opinión pública, las relaciones de clase, el desarrollo de la revolución hasta su punto culminante, ¡desde la tímida escaramuza inicial con la Corona bajo el control de un speaker “de rodillas”, hasta la supresión de la Cámara de los Lores, la ejecución de Carlos I y la proclamación de la república!


¿Y esa misma transformación maravillosa no se reprodujo en los Estados Generales franceses, en el Parlamento censitario de Luis Felipe, e incluso – el último ejemplo, el más sorprendente, que a Troski le toca muy de cerca – en la cuarta Duma, que elegida en el año de gracia de 1909 [es un error de R.L., las elecciones tuvieron lugar en 1912], bajo la más petrificada contrarrevolución, se sintió de pronto animada, en 1917, por el soplo ardiente de la insurrección y se convirtió en el punto de partida de la revolución?


Todo esto sirve para demostrar que “el pesado mecanismo de las instituciones democráticas” posee un potente correctivo, precisamente en el movimiento vivo de las masas, en su presión ininterrumpida. Y cuanto más democráticas son las instituciones, cuanto más vitales y potentes se presentan las pulsaciones de la vida política de las masas, tanto más directa y total resulta su eficacia, a despecho de las consignas anquilosadas del partido, de los métodos de confección de las listas electorales, etc. Es cierto que toda institución democrática tiene sus límites y sus ausencias, algo que las asimila con las demás instituciones humanas. Pero el remedio inventado por Trostki y Lenin, la supresión de la democracia en general, es aún peor que el mal que se quiere evitar: agota, en efecto, la fuente viva de la que puede surgir el correctivo a los males innatos de todas las instituciones sociales. Esa fuente es la vida política activa, sin trabas, enérgica, de las más amplias masas populares.



“Diez días que estremecieron al mundo”, la crónica más popular de la revolución de octubre escrita por el norteamericano John Reed

Tomemos otro ejemplo elocuente: el derecho electoral elaborado por el gobierno soviético. No se ve con claridad qué importancia práctica se le atribuye. De la crítica que hacen Trotski y Lenin de las instituciones democráticas surge que ellos rechazan por principio las representaciones populares salidas de elecciones generales y se quieren apoyar exclusivamente en los soviets. No se entiende entonces qué motivos los impulsaron a poner en marcha un sistema de sufragio universal. Ni siquiera se sabe si este derecho electoral se ha aplicado en alguna parte; no se ha oído hablar de ninguna elección hecha según ese sistema. Es más probable que haya permanecido como un derecho teórico, sobre el papel, pero tal como se presenta constituye un sorprendente producto de la teoría bolchevique de la dictadura. Todo derecho de voto, como en general todo derecho político, no debe ser valorado sobre la base de un esquema abstracto de “justicia” o de cualquier fraseología democrática burguesa, sino a partir de las relaciones económicas y sociales sobre las que se asienta: el sufragio universal elaborado por el gobierno soviético está reglamentado precisamente para el período de transición de la forma de sociedad capitalista-burguesa a la socialista, para el período de la dictadura proletaria. Conforme a la interpretación de esta dictadura de Lenin y Trotski, tal derecho electoral es concedido solamente a aquellos que viven de su propio trabajo y negado a todos los demás.

Pero es evidente que un sistema electoral de este tipo sólo tiene sentido en una sociedad que es capaz, en términos económicos, de permitir a todos los que quieren trabajar, vivir de una forma digna y razonable, de su propio trabajo. ¿Es éste el caso de la Rusia actual? Teniendo en cuenta las enormes dificultades a las que debe hacer frente, aislada del mercado mundial y separada de sus más importantes fuentes de materias primas, teniendo en cuenta también la espantosa desorganización de la vida económica, la conmoción total de las relaciones de producción como consecuencia de la transformación de las relaciones de propiedad tanto en la agricultura como en la industria y el comercio, es evidente que son muchos los que se ven desarraigados por completo, lanzados fuera de su marco habitual, sin ninguna posibilidad material de encontrar empleo. Esto no se aplica solamente a la clase capitalista y de los propietarios de la tierra, sino también a amplias capas de las clases medias y a la propia clase obrera. Es un hecho que el hundimiento de la industria ha provocado un reflujo masivo del proletariado urbano hacia el campo en busca de empleos en la agricultura. En tales condiciones un sufragio político condicionado a la obligación de trabajar, es una medida absolutamente incomprensible. Tiene por objetivo, se dice, privar de sus derechos políticos sólo a los explotadores. Pero mientras las fuerzas de trabajo productivas son desarraigadas en masa, el gobierno soviético, por el contrario, se ve obligado, en un gran número de casos a dejar en manos de los antiguos propietarios capitalistas el manejo de la industria nacionalizada. En abril de 1918, se vio forzado a concluir un compromiso con las cooperativas de consumo burguesas. Además, se ha demostrado indispensable la utilización de técnicos burgueses. Otra consecuencia de este fenómeno es que capas crecientes del proletariado, tales como los guardias rojos, etc., son mantenidos por el Estado con la ayuda de fondos públicos. En realidad, este sistema priva de todos sus derechos a capas crecientes de la pequeña burguesía y del proletariado, para los que la organización económica no prevé ninguna medida para que ejerzan la obligación de trabajar.


Un sistema electoral que hace del derecho al voto un producto utópico, sin ningún lazo con la realidad social, es un puro absurdo. No es un instrumento serio de la dictadura proletaria. Es un anacronismo, un anticipo de la situación jurídica que podría darse en una economía socialista ya realizada pero no en el período transitorio de la dictadura del proletariado.


Cuando después de la revolución de octubre toda la clase media, los intelectuales burgueses y pequeño-burgueses boicotearon durante meses al gobierno soviético, paralizando las comunicaciones ferroviarias, postales y telegráficas, el sistema escolar, el aparato administrativo, oponiéndose así al gobierno obrero, estaban justificadas todas las medidas de presión que se adoptaban contra ellos: la privación de los derechos políticos, de los medios de de subsistencia económicos, etc. Se manifestaba entonces la dictadura socialista, que no puede retroceder ante ningún medio coactivo para imponer algunas medidas en interés de la colectividad. Pero un derecho electoral que enuncia una privación general de derechos a amplias capas sociales, que las coloca políticamente fuera del marco de la sociedad, una privación de derechos que no es una medida concreta con vistas a un objetivo concreto, sino como regla general de efecto duradero, no es una necesidad de la dictadura, sino una improvisación no viable. La espina dorsal deben ser los soviets, pero también la Constituyente y el sufragio universal.


Pero la cuestión está lejos de agotarse con esto: no hemos considerado aún la abolición de las garantías democráticas de una vida política sana y de la actividad política de las masas trabajadoras: libertad de prensa, de asociación y de reunión, que han sido suprimidas por completo para todos los adversarios políticos del gobierno soviético. Para justificar la supresión de estos derechos, la argumentación de Trostki sobre la lentitud de los cuerpos electorales es claramente insuficiente. Por el contrario, es un hecho incontestable que, sin una libertad ilimitada de prensa, sin una libertad absoluta de reunión y de asociación, la dominación de las amplias masas populares es inconcebible.


Lenin dice: el Estado burgués es un instrumento para la opresión de la clase obrera, y el Estado socialista un instrumento de opresión de la burguesía. Es en cierta medida el Estado capitalista puesto cabeza abajo. Esta concepción simplista olvida lo esencial: el gobierno de clase burgués no tiene necesidad de una educación política de las masas populares, por lo menos más allá de ciertos límites muy estrechos; para la dictadura proletaria, por el contrario, éste es un elemento vital, el aire sin el que no se puede vivir.


Gracias a la lucha abierta y directa por el poder, las masas trabajadoras acumulan en poco tiempo una gran experiencia política, y suben rápidamente, en su evolución, un escalón tras otro”.


Aquí Trotski se desmiente a sí mismo y a sus propios compañeros de partido. Precisamente porque lo que dice es cierto, lo es también que suprimiendo toda vida pública han obstruido la fuente de la experiencia política y de los progresos del desarrollo. ¿O habría que admitir que la experiencia y el desarrollo eran necesarios hasta la toma del poder por los bolcheviques pero que a partir del momento en el que alcanzaron su apogeo se volvieron superfluos? (Discurso de Lenin: ¡¡Rusia está evidentemente madura para el socialismo!!)


En realidad, ¡es todo lo contrario! Las gigantescas tareas abordadas con coraje y decisión por los bolcheviques necesitaban la más intensa educación política de las masas y una acumulación de experiencia que no son posibles sin libertad política.


La libertad reservada sólo a los partidarios del gobierno, a los miembros de un partido – por numerosos que sean – no es libertad. La libertad es siempre libertad para quien piensa distinto. No es por fanatismo de la “justicia”, sino porque todo lo que hay de instructivo, de saludable y purificador en la libertad política depende de ella, y pierde toda eficacia cuando la “libertad” se convierte en privilegio.


El presupuesto tácito de la dictadura en el sentido de Lenin y Trotski es que la transformación socialista es un asunto para el cual el partido revolucionario tiene siempre lista en el bolsillo una receta y que sólo basta aplicarla con energía. Por desgracia (o, si se prefiere, por suerte) las cosas no son así. Muy lejos de ser una suma de prescripciones ya preparadas y que bastaría aplicar, la realización práctica del socialismo como sistema económico, social y jurídico, es algo que permanece envuelto en las tinieblas del futuro. En nuestro programa no tenemos más que unos cuantos mojones que señalan la dirección en la que tenemos que buscar las medidas necesarias, indicaciones, por otra parte, de carácter sobre todo negativo. Nosotros sabemos, más o menos, lo que deberemos suprimir en primer término para dejar el camino libre a la economía socialista; sin embargo, ¿de qué naturaleza serán los millares de medidas concretas y prácticas, grandes y pequeñas, apropiadas para introducir los principios socialistas en la economía, en el derecho, en todas las relaciones sociales? Sobre esto no hay programa de partido, ni manual socialista, que pueda enseñarnos algo. No es una muestra de inferioridad, sino de superioridad del socialismo científico sobre el utópico, que el socialismo no deba y no pueda ser más que un producto histórico, nacido de la escuela misma de la experiencia, en la hora de la realización, de la marcha viva de la historia que igual que la naturaleza orgánica – de la que es, a fin de cuentas, una parte -, tiene la buena costumbre de producir continuamente al mismo tiempo que una necesidad real el medio para satisfacerla, con el problema su solución. Pero si las cosas son así, es claro entonces que el socialismo, por su esencia misma, no puede ser otorgado, introducido por decreto. Supone toda una serie de medidas violentas contra la propiedad, etc. Lo que es negativo, la destrucción, se puede decretar; la construcción, lo positivo, no se puede. Tierras vírgenes. Miles de problemas. Sólo la experiencia está en condiciones de aportar los correctivos necesarios y abrir nuevos caminos. Sólo una vida en ebullición, absolutamente libre, se empeña en mil formas e improvisaciones nuevas, libera una fuerza creadora, corrige ella misma sus propios errores. Es precisamente por ello que la vida pública de los Estados con libertad limitada es tan pobre, tan esquemática e infecunda, porque excluyendo la democracia, ciega las fuentes vivas de toda riqueza y de todo progreso intelectuales. (Para prueba los años 1905 y siguientes y los meses de febrero a octubre de 1917). Lo que vale para el dominio político vale también para el dominio político y social. El pueblo entero debe participar. De otra forma el socialismo será decretado, otorgado por una docena de intelectuales reunidos en torno a un tapiz verde.


Es absolutamente necesario un control público. De otra manera, el intercambio de experiencias se limita al círculo cerrado de los funcionarios del nuevo gobierno. La corrupción es inevitable. (Palabras de Lenin, Mitteilungsblatt, nº 29). La práctica del socialismo exige una completa transformación intelectual en las masas degradadas por siglos de dominación burguesa. Instintos sociales en lugar de instintos egoístas, iniciativa de las masas en lugar de inercia, idealismo, que permite superar cualquier sufrimiento, etc. Nadie lo sabe mejor, lo describe con más eficacia, lo repite con más obstinación que Lenin. Sólo que él se equivoca por completo en los medios: decretos, poderes dictatoriales de los inspectores de fábrica, castigos draconianos, reinado del terror, son todos medios que impiden este renacimiento. El único camino que conduce hasta él es la escuela misma de la vida pública, la democracia más amplia y más ilimitada, la opinión pública. Es el terror el que desmoraliza.



Cartel de la película de Margarethe von Trotta sobre Rosa Luxemburgo (1986)
Suprimido todo esto, ¿qué queda? En lugar de las instituciones representativas surgidas de elecciones generales, Lenin y Trotski han instalado a los soviets como única representación auténtica de las masas trabajadoras. Pero asfixiando la vida política en todo el país, es imposible que los soviets no estén cada día más paralizados. Sin elecciones generales, sin libertad ilimitada de prensa y de reunión, sin el libre enfrentamiento de opiniones, la vida se extingue en todas las instituciones públicas, se hace vida aparente en la que la burocracia es el único elemento activo. Es una ley a la que nadie puede sustraerse. La vida pública se adormece poco a poco. Algunas docenas de jefes de inagotables energías y de un idealismo ilimitado dirigen el gobierno y entre ellos, quienes gobiernan en realidad, son una docena de cabezas eminentes, mientras que una élite de la clase obrera es, de vez en cuando, convocada a reuniones para aplaudir los discursos de los jefes, votar por unanimidad las resoluciones que les presentan, se trata, en consecuencia, de un gobierno de camarilla – una dictadura, es cierto, no la del proletariado, sino la de un puñado de políticos, es decir una dictadura en el sentido burgués, en sentido jacobino (¡los congresos de los soviets se aplazan de tres a seis meses!). Y hay todavía más: tal estado de cosas provoca necesariamente un embrutecimiento de la vida publica: atentados, fusilamiento de rehenes, etc.

El error fundamental de la teoría de Lenin-Trotski es precisamente que, igual que Kautsky, contraponen democracia con dictadura. “Dictadura o democracia”, así se plantea la cuestión tanto para los bolcheviques como para Kautsky. Éste último se pronuncia, como es natural, por la democracia, más aún, por la democracia burguesa, dado que se opone a la transformación socialista. Lenin-Troski se pronuncian, por el contrario, por la dictadura de un puñado de personas, es decir por la dictadura según el modelo burgués. Son dos polos opuestos, tan alejados entre sí, como de la verdadera política socialista. El proletariado, una vez en el poder, no puede renunciar, siguiendo el buen consejo de Kautsky, a la transformación socialista con el pretexto de que “el país no está maduro” y consagrarse sólo a la democracia sin traicionarse a sí mismo y sin traicionar, al mismo tiempo, a la Internacional y a la revolución. Tiene el deber y la obligación de tomar inmediatamente, de la manera más enérgica, más inexorable, más brutal, medidas socialistas, y, en consecuencia, de ejercer la dictadura, pero una dictadura de clase, no la de un partido o de una camarilla, dictadura de clase, es decir, la publicidad más amplia, la participación más activa, más ilimitada, de las masas populares, en una democracia completa. “En tanto que marxistas, no hemos idolatrado nunca a la democracia formal”, escribe Trostki. Es cierto, nunca hemos idolatrado la democracia formal. Pero tampoco al socialismo o al marxismo, nunca hemos sido idólatras. ¿Se deduce de esto que tenemos derecho, al modo de Cunow, Lensch y Parvus, de arrinconar el socialismo o el marxismo cuando nos resultan incómodos? Trotski y Lenin constituyen la negación viva de esta cuestión. No ser idólatras de la democracia formal, sólo quiere decir una cosa: hemos distinguido siempre el núcleo social de la forma política de la democracia burguesa, hemos desvelado siempre el núcleo de desigualdad y de servidumbre que se oculta bajo el dulce envoltorio de la igualdad y la libertad formales, no para rechazarlas, sino para incitar a la clase obrera a no conformarse con el envoltorio, sino a conquistar el poder político para llenarlo de un contenido social nuevo. La tarea histórica que incumbe al proletariado, una vez en el poder, es la de crear, en lugar de la democracia burguesa, la democracia socialista y no la de suprimir cualquier democracia. Pero la democracia socialista no empieza en la tierra prometida, una vez creada la infraestructura de la economía socialista, como un regalo de Navidad para el buen pueblo que mientras tanto habrá sostenido fielmente al puñado de dictadores socialistas. La democracia socialista empieza con la destrucción de la hegemonía de clase y la construcción del socialismo. No es otra cosa que la dictadura del proletariado.


Perfectamente: ¡dictadura! Pero esta dictadura consiste en la forma de aplicar la democracia, no para abolirla, sino para llevar a cabo las actuaciones enérgicas, resueltas, en los derechos adquiridos y las relaciones económicas de la sociedad burguesa, sin las que la transformación socialista no puede llevarse a cabo. Pero esta dictadura debe ser obra de la clase y no de una pequeña minoría dirigente, en nombre suyo, dicho de otra forma, debe salir, paso a paso, de la participación activa de las masas, estar bajo su influencia directa, sometida al control de la opinión pública, producto de la educación política creciente de las masas populares.


Y sería así como procederían los bolcheviques si no sufrieran la espantosa presión de la guerra mundial, de la ocupación alemana y de todas las dificultades enormes vinculadas a ellas, que deben necesariamente desfigurar cualquier política socialista aunque esté animada de las mejores intenciones y se inspire en los mejores principios.


Un argumento muy claro en este sentido lo constituye la abundante aplicación del terror por parte del gobierno de los soviets, en especial en el período que comienza tras el atentado contra el embajador alemán. La obviedad de que las revoluciones no se bautizan con agua de rosas parece insuficiente para explicarlo.


Todo lo que ocurre en Rusia es perfectamente explicable: es un encadenamiento inevitable de causas y efectos, cuyos puntos de partida y de llegada son la no comparecencia del proletariado alemán y la ocupación de Rusia por el imperialismo alemán. Sería exigir a Lenin y a sus amigos algo sobrehumano, que en tales circunstancias creasen, como por arte de magia, la mejor de las democracias, la dictadura del proletariado más ejemplar y una floreciente economía socialista. Por su actitud resueltamente revolucionaria, su incomparable energía, y su fidelidad escrupulosa al socialismo internacional, han hecho todo lo que era posible en unas condiciones terriblemente difíciles. El peligro comienza en el momento en que, haciendo de la necesidad virtud, crean una teoría de la táctica que les han impuesto estas fatales condiciones y quieren recomendarla al proletariado internacional como el modelo de táctica socialista. Se arriesgan inútilmente y sitúan su auténtico e incontestable mérito histórico bajo el celemín de los errores impuestos por la necesidad, al hacerlo rinden al socialismo internacional, por amor al cual han luchado y sufrido, un mal servicio porque pretenden aportar como ideas nuevas todos los errores cometidos en Rusia obligados por la necesidad, que no fueron, a fin de cuentas, más que consecuencias del fracaso del socialismo internacional en esta guerra mundial.


Los socialistas gubernamentales de Alemania pueden seguir gritando que la dominación de los bolcheviques en Rusia es una caricatura de la dictadura del proletariado. Que lo haya sido, o no, se debe a la actitud del proletariado alemán, que no es más que una caricatura de la lucha de clases. Todos estamos sujetos a las leyes de la historia y el orden socialista sólo puede establecerse internacionalmente. Los bolcheviques han mostrado que pueden hacer lo que es exigible a un partido verdaderamente revolucionario en el límite de sus posibilidades históricas. Que no busquen hacer milagros. Porque una revolución proletaria modelo e impecable en un país aislado, agotado por la guerra, estrangulado por el imperialismo y traicionado por el proletariado internacional, sería un milagro. Lo que importa es distinguir en la política de los bolcheviques lo esencial y lo accesorio, la substancia del accidente. En este último período, cuando estamos en vísperas de luchas decisivas en el mundo entero, el problema más importante del socialismo es precisamente la cuestión más acuciante del momento: no esta o aquella cuestión de detalle de la táctica, sino la capacidad de acción del proletariado, la combatividad de las masas, la voluntad de realizar el socialismo. Bajo este punto de vista, Lenin, Trotski y sus amigos han sido los primeros en dar ejemplo al proletariado mundial, son todavía los únicos que con Hutten pueden gritar: “¡Me he atrevido!”


Esto es lo esencial y permanente en la política de los bolcheviques. En este sentido, les corresponde el mérito perdurable de haber, conquistando el poder y planteando en la práctica el problema de la realización del socialismo, mostrado el ejemplo al proletariado internacional, y dar un paso enorme en el camino del ajuste de cuentas final entre el Capital y el Trabajo en el mundo entero. En Rusia, el problema sólo podía ser planteado. En este sentido el futuro pertenece, en todas partes, al “bolchevismo”.



(*) Este folleto fue publicado por primera vez en diciembre de 1921, casi dos años después del asesinato de su autora, la noche del 15 de enero de 1919. Se trata de un escrito claramente inconcluso que Rosa Luxemburgo debió redactar durante su última estancia en la cárcel de la que salió el 9 de noviembre de 1918. Rosa Luxemburgo murió asesinada la misma noche que Carl Liebknecht, dirigente también de la Liga Espartaquista y del recién constituido Partido Comunista de Alemania, víctimas ambos del “terror blanco” organizado por el socialdemócrata de derechas Gustav Noske, ministro de Defensa del Gobierno Provisional alemán que encabezaba su correligionario Friedrich Ebert.



FUENTE: Tiempos Canallas / por Rosa Luxemburgo 

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