jueves, 4 de septiembre de 2014

Patas Arriba (X). Modelos para estudiar

"El robo no es menos robo porque se cometa en nombre de leyes o de emperadores." (John McDougall, senador por California, en un discurso de 1861) 

Estos ejemplares tienen un indudable valor didáctico. Aquí se relatan instructivas experiencias de la industria petrolera, que ama la naturaleza con más fervor que los pintores impresionistas; se cuentan episodios que ilustran la vocación filantrópica de la industria militar y de la industria química; y se revelan ciertas claves del éxito de la industria del crimen, que está a la vanguardia de la economía mundial. 


El escritor ahorcado 

Las empresas petroleras Shell y Chevron han arrasado el delta del río Níger. El escritor Ken Saro-Wiwa, del pueblo ogoni de Nigeria, lo denunció: «Lo que la Shell y la Chevron han hecho al pueblo ogoni, a sus tierras y a sus ríos, a sus arroyos, a su atmósfera, llega al nivel de un genocidio. El alma del pueblo ogoni está muriendo, y yo soy su testigo».
A principios de 1995, el gerente general de la Shell en Nigeria, Naemeka Achebe, explicó así el apoyo de su empresa al gobierno militar: «Para una empresa comercial que se propone realizar inversiones, es necesario un ambiente de estabilidad... Las dictaduras ofrecen eso». Unos meses más tarde, la dictadura de Nigeria ahorcó a Ken Saro-Wiwa. El escritor fue ejecutado con otros ocho ogonis, también culpables de luchar contra las empresas que aniquilaron sus aldeas y redujeron sus tierras a un vasto yermo. Muchos otros ogonis habían sido asesinados, antes, por el mismo motivo. 

El prestigio de Saro-Wiwa dio a este crimen cierta resonancia internacional. El presidente de los Estados Unidos declaró entonces que su país suspendería el suministro de armas a Nigeria, y el mundo lo aplaudió. La declaración no se leyó como una confesión involuntaria, aunque lo era: el presidente de los Estados Unidos reconocía que su país había estado vendiendo armas al régimen carnicero del general Sani Abacha, que venía ejecutando gente a un ritmo de cien personas por año, en fusilamientos o ahorcamientos convertidos en espectáculos públicos. 



Un embargo internacional impidió después que se firmaran nuevos contratos de venta de armas a Nigeria, pero la dictadura de Abacha continuó multiplicando su arsenal gracias a los contratos anteriores y a las addendas que por milagro se les agregaron, como elixires de la juventud, para que esos viejos contratos tuvieran vida eterna. 

Los Estados Unidos venden cerca de la mitad de las armas del mundo y compran cerca de la mitad del petróleo que consumen. De las armas y del petróleo dependen, en gran medida, su economía y su estilo de vida. Nigeria, la dictadura africana que más dinero destina a los gastos militares, es un país petrolero. La empresa anglo-holandesa Shell se lleva la mitad; y la norteamericana Chevron, buena parte del resto. Chevron arranca a Nigeria más de la cuarta parte de todo el petróleo y el gas que explota en los veintidós países donde opera. 

El precio del veneno 

Nnimmo Bassey, compatriota de Ken Saro-Wiwa, visitó las Américas en 1996, al año siguiente del asesinato de su amigo y compañero de lucha. En su diario de viaje, cuenta instructivas historias sobre los gigantes petroleros y sus contribuciones a la felicidad pública. 

Curazao es una isla del mar Caribe. Según dicen, fue llamada así porque sus aires curaban a los enfermos. La empresa Shell erigió, en 1918, una gran refinería que, desde entonces, viene echando humos venenosos sobre esa isla de la salud. En 1983, las autoridades locales mandaron parar. Sin incluir los perjuicios a los habitantes, que son de valor inestimable, los expertos calcularon en 400 millones de dólares la indemnización, mínima, que la empresa debía pagar por los males que la naturaleza había sufrido. 

La Shell no pagó nada, y en cambio compró impunidad a un precio de fábula infantil: vendió su refinería al gobierno de Curazao, por un dólar, mediante un acuerdo que liberó a la empresa de cualquier responsabilidad por los daños que había infligido al medio ambiente en toda su historia.

La mariposita azul 

En 1994, la empresa petrolera Chevron, que en otros tiempos supo llamarse Standard Oil of California, gastó muchos millones de dólares en una campaña publicitaria que exaltaba sus desvelos por la defensa del medio ambiente en los Estados Unidos. La campaña estaba centrada en la protección que la empresa brindaba a unas mariposas azules que corrían peligro de extinción. El refugio que daba amparo a estos insectos costaba a la Chevron cinco mil dólares anuales; pero la empresa gastaba ochenta veces más para producir cada minuto de la propaganda que alababa su vocación ecologista, y mucho más todavía por cada minuto de emisión del bombardeo publicitario de las maripositas azules aleteando en las pantallas de la televisión norteamericana. 

El spa de los bichitos estaba instalado en la refinería El Segundo, en las arenas del sur de Los Ángeles. Y ésta sigue siendo una de las peores fuentes de contaminación de agua, el aire y la tierra de toda California. 

La piedra azul 

Ciudad de Goiania, Brasil, septiembre de 1987: dos juntapapeles encuentran un tubo de metal tirado en un terreno baldío. Lo rompen a martillazos, descubren una piedra de luz azul. La piedra mágica transpira luz, azulea el aire y da fulgor a todo lo que toca. 

Los juntapapeles parten esa piedra azul. Regalan los pedacitos a sus vecinos. Quien se frota la piel, brilla en la noche. Todo el barrio es una lámpara. El pobrerío, súbitamente rico de luz, está de fiesta. 

Al día siguiente, los juntapapeles vomitan. Han comido mango de coco. ¿Será por eso? Pero todo el barrio vomita, y todos se hinchan, y arden. La luz azul quema y devora y mata; y se disemina llevada por el viento, la lluvia, las moscas y los pájaros. 

Fue una de las mayores catástrofes nucleares de la historia. Muchos murieron, y muchos más quedaron por siempre jodidos. En aquel barrio de los suburbios de Goiania nadie sabía qué significaba la palabra radiactividad, y nadie había oído jamás hablar del cesio 137. Chernobyl resuena cada día en las orejas del mundo. De Goiania, nunca más se supo. En 1992, Cuba recibió a los niños enfermos de Goiania, y les dio tratamiento médico gratuito. Tampoco este hecho tuvo la menor repercusión, a pesar de que las fábricas universales de opinión pública siempre están, como se sabe, muy preocupadas por Cuba. 

Un mes después de la tragedia, el jefe de policía federal en Goiás, declaró: 

-La situación es absurda. No existe ningún responsable por el control de la radiactividad que se usa con fines medicinales. 

Edificios sin pies 

Ciudad de México, septiembre de 1985: la tierra tiembla. Mil casas y edificios se vienen abajo en menos de tres minutos. 

No se sabe, nunca se sabrá, cuántos muertos dejó ese momento de horror en la ciudad más grande y más frágil del mundo. Al principio, cuando empezó la remoción de los escombros, el gobierno mexicano contó cinco mil. Después, calló. Los primeros cadáveres rescatados alfombraban todo un estadio de béisbol.
Las construcciones antiguas aguantaron el terremoto, pero los edificios nuevos se derrumbaron como si no hubieran tenido cimientos, porque muchos no los tenían, o los tenían solamente en los planos. Han pasado los años, y los responsables siguen impunes: los empresarios que alzaron y vendieron modernos castillos de arena, los funcionarios que autorizaron rascacielos en la zona más hundida de la ciudad, los ingenieros que mintieron asesinamente los cálculos de cimentación y carga, los inspectores que se enriquecieron haciendo la vista gorda.
Los escombros ya no están, nuevos edificios se alzan sobre las ruinas, la ciudad sigue creciendo.

Verde que te quiero verde 

Las más exitosas empresas terrestres tienen sucursales en el infierno y también en el cielo. Cuanto más venden en unas, mejor les va en las otras. Y así el Diablo paga y Dios perdona. 

Según las proyecciones del Banco Mundial, las industrias ecologistas moverán fortunas mayores que la industria química, de aquí a poco, al filo del siglo, y ya están dando de ganar montañas de dinero. La salvación del medio ambiente está siendo el más brillante negocio de las mismas empresas que lo aniquilan.
En un libro reciente, The corporate planet, Joshua Karliner brinda tres ejemplos administrativos, y de alto valor pedagógico: el grupo General Electric tiene cuatro de las empresas que más envenenan el aire del planeta, pero es también el mayor fabricante norteamericano de equipos para el control de la contaminación del aire; la empresa química DuPont, una de las mayores generadoras de residuos industriales peligrosos en el mundo entero, ha desarrollado un lucrativo sector de servicios especializados en la incineración y el entierro de residuos industriales peligrosos; y otro gigante multinacional, Westinghouse, que se ha ganado el pan vendiendo armas nucleares, vende también millonarios equipos para limpiar su propia basura radiactiva. 

El pecado y la virtud 

Hay más de cien millones de minas antipersonales diseminadas por el mundo. Estos artefactos continúan estallando muchos años después de concluidas las guerras. Algunas de las minas han sido diseñadas para atraer a los niños, en forma de muñecas o de mariposas o de cachivaches coloridos que llaman la atención de los ojos infantiles. Los niños suman la mitad de las víctimas. 

Paul Donovan, uno de los promotores de la campaña universal por la prohibición, ha denunciado que una nueva gallina de los huevos de oro está empollando en las mismas fábricas de armamentos que han vendido las minas: estas empresas ofrecen su know how para limpiar los vastos terrenos minados, y cualquiera puede darse cuenta de que nadie conoce el asunto tanto como ellas. Un negocio redondo: arrancar minas resulta cien veces más caro que colocarlas. 

Hasta 1991, la empresa CMS fabricaba minas para el ejército de los Estados Unidos. A partir de la guerra del Golfo, cambió de ramo, y desde entonces gana 160 millones de dólares al año despejando terrenos. La CMS pertenece al consorcio alemán Daimler Benz, que produce misiles con el mismo entusiasmo con que produce automóviles y que sigue fabricando minas por medio de otra de sus filiales, la empresa Messerschmidt-Bulkow-Blohm.

También está transitando el camino de la redención el grupo británico British Aerospace: una de sus empresas, la Royal Ordnance, firmó un contrato por noventa millones de dólares para arrancar de los campos de Kuwait las minas plantadas, casualmente, por la Royal Ordnance. En Kuwait compite con ella, en la abnegada tarea, la empresa francesa Sofremi, que limpia esos terrenos minados, a cambio de ciento once millones de dólares, mientras exporta armas que abastecen las guerras del mundo.

Uno de los ángeles que con más fervor cumple en la tierra esta misión humanitaria es un especialista sudafricano llamado Vernon Joynt, que se ha pasado la vida diseñando minas antipersonales y otros artilugios mortíferos. Este hombre tiene a su cargo el barrido de los campos de Mozambique y Angola, donde están plantadas millares de minas que él inventó para el ejército racista de África del Sur. Su tarea está auspiciada por las Naciones Unidas.

El crimen y el premio

El general Augusto Pinochet violó, torturó, asesinó, robó y mintió.

Violó la Constitución que había jurado respetar; fue el mandamás de una dictadura que torturó y asesinó a miles de chilenos; puso los tanques en la calle para desalentar la curiosidad de quien quisiera investigar lo que robó: y mintió cada vez que abrió la boca para referirse a todas estas experiencias.

Concluida su dictadura, Pinochet siguió siendo jefe del ejército. Y en 1998, a la hora de jubilarse, se incorporó al paisaje civil del país: pasó a ser senador de la república, por mandato propio, hasta el fin de sus días. En las calles estalló la protesta, pero el general ocupó tan campante su banca en el senado, sordo a nada que no fuera el himno militar que cantaba sus hazañas. Razones no le faltaban para la sordera: al fin y al cabo, el 11 de septiembre, día del golpe de estado que en 1973 había acabado con la democracia, se celebró durante un cuarto de siglo, hasta 1998, como fiesta nacional, y todavía da nombre a una de las principales avenidas del centro de Santiago de Chile.

El crimen y el castigo

A mediados de 1978, mientras la selección argentina ganaba el campeonato mundial de fútbol, la dictadura militar arrojaba sus prisioneros, vivos, al fondo del océano. Los aviones despegaban desde Aeroparque, bien cerca del estadio donde ocurrió la consagración deportiva.

No es mucha la gente que nace con esa incómoda glándula llamada conciencia, que impide dormir a pata suelta y sin otra molestia que los mosquitos del verano; pero a veces se da. Cuando el capitán Alfonso Scilingo reveló a sus superiores que no podía dormir sin lexotanil o borrachera, ellos le sugirieron un tratamiento psiquiátrico. A principios de 1995, el capitán Scilingo decidió hacer una confesión pública: dijo que él había echado al mar a treinta personas. Y denunció que a lo largo de dos años habían sido entre mil quinientos y dos mil los prisioneros políticos que la Marina argentina había enviado a las bocas de los tiburones.

Después de su confesión, Scilingo fue preso. No por haber asesinado a treinta personas, sino por haber firmado un cheque sin fondos.

El crimen y el silencio

El 20 de setiembre de 1996, el Departamento de Defensa de los Estados Unidos hizo también una confesión pública. Ninguno de los medios masivos de comunicación otorgó al asunto mayor importancia, y la noticia tuvo poca o ninguna difusión internacional. Las máximas autoridades militares de los Estados Unidos reconocieron ese día que habían cometido «un error»: habían instruido a los militares latinoamericanos en las técnicas de la amenaza, la extorsión, la tortura, el secuestro y el asesinato, mediante manuales que se habían utilizado en la Escuela de las Américas de Fort Benning, en Georgia, y en el Comando Sur de Panamá, entre 1982 y 1991. El error había durado una década, pero no se decía cuántos oficiales latinoamericanos habían recibido la equivocada enseñanza, ni cuáles habían sido las consecuencias.

En realidad, ya se había denunciado ante, mil veces, y se siguió denunciando después, que el Pentágono fabrica dictadores, torturadores y criminales en las clases que dicta desde hace medio siglo, y que ya han tenido por alumnos a unos sesenta mil militares latinoamericanos. Muchos de los alumnos, que se convirtieron en dictadores o en exterminadores públicos, han dejado un imborrable rastro de sangre al sur del río Bravo. Por citar el caso de un solo país, El Salvador, y por no dar más que unos pocos ejemplos de una lista interminable, eran graduados de la Escuela de las Américas casi todos los oficiales responsables del asesinato de monseñor Romero y de las cuatro monjas norteamericanas, en 1980, y también los responsables del crimen de los seis sacerdotes jesuitas acribillados en 1989.

El Pentágono había negado siempre sus derechos de autor en los manuales que, por fin, reconoció suyos. La confesión era un notición, pero pocos fueron los que se enteraron y muchos menos los que se indignaron: la primera potencia del mundo, el país modelo, la democracia más envidiada y más imitada, reconocía que sus viveros militares habían estado criando especialistas en la violación de los derechos humanos.

En 1996, el Pentágono prometió corregir el error, con la misma seriedad con que lo había practicado. A principios del 98, veintidós culpables fueron condenados a seis meses de cárcel y al pago de multas: eran veintidós ciudadanos norteamericanos que habían cometido la atrocidad de meterse en Fort Benning para realizar una procesión funeraria en memoria de las víctimas de la Escuela de las Américas.

El crimen y los ecos

En 1995, dos países latinoamericanos, Guatemala y Chile, atrajeron la atención de los diarios de los Estados Unidos, cosa que no era para nada habitual.

La prensa reveló que un coronel guatemalteco, acusado de dos crímenes, cobraba sueldo de la CIA desde hacía muchos años. Ese coronel estaba acusado del asesinato de un ciudadano de los Estados Unidos y del marido de una ciudadana de los Estados Unidos. La prensa prestó poca o ninguna importancia a los miles y miles de otros crímenes cometidos, desde 1954, por las numerosas dictaduras militares que los Estados Unidos habían ido poniendo y sacando en Guatemala, a partir del día en que la CIA volteó al gobierno democrático de Jacobo Arbenz, con el visto bueno del presidente Eisenhower. El largo ciclo del horror había tenido su auge en las matanzas de los años ochenta: por entonces, los oficiales recompensaban a los soldados que traían un par de orejas, colgándoles del cuello una cadenita con una hoja dorada de roble. Pero las víctimas de este proceso de más de cuarenta años -la mayor cantidad de muertos de la segunda mitad del siglo veinte en todo el mapa de las Américas- eran guatemaltecos, y además, para colmo del desprecio, eran, en su mayoría, indígenas.

Mientras revelaban lo del coronel en Guatemala, los diarios norteamericanos informaron que dos altos oficiales de la dictadura de Pinochet habían sido condenados a prisión en Chile. El asesinato de Osvaldo Letelier constituía una de las excepciones a la norma latinoamericana de la impunidad, pero este detalle no llamó la atención de los periodistas: la dictadura había asesinado a Letelier, y a su secretaria norteamericana, en la ciudad de Washington. ¿Qué hubiera ocurrido si hubieran caído en Santiago de Chile, o en cualquier otra ciudad latinoamericana? ¿Qué ocurrió con el general chileno Carlos Prats, impunemente asesinado junto con su esposa, también chilena, en Buenos Aires, en un atentado idéntico al que mató a Letelier? Hasta mediados del 98, más de veinte años después, no había novedades.



FUENTE: "Clases Magistrales de Impunidad", Patas Arriba. La Escuela del Mundo al Revés, 1998, Eduardo Galeano. En línea: http://www.ateneodelainfancia.org.ar/uploads/galeanoescuela.pdf

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