domingo, 30 de noviembre de 2014

Patas Arriba (XIII). La impunidad del sagrado motor

Los derechos humanos se humillan al pie de los derechos de las máquinas. Son cada vez más las ciudades, y sobre todo las ciudades del sur, donde la gente está prohibida. Impunemente, los automóviles usurpan el espacio humano, envenenan el aire y, con frecuencia, asesinan a los intrusos que invaden su territorio conquistado. ¿En qué se distingue la violencia que mata por motor, de la que mata por cuchillo o bala?

EL VATICANO Y SUS LITURGIAS

Este fin de siglo desprecia al transporte público. Cuando el siglo veinte estaba cumpliendo la mitad de su vida, los europeos utilizaban trenes, autobuses, metros y tranvías para las tres cuartas partes de sus ires y venires. Actualmente, el promedio ha caído, en Europa, a una cuarta parte. Y eso es mucho, si se compara con los Estados Unidos de América, donde el transporte público, virtualmente exterminado en la mayoría de las ciudades, sólo cubre el cinco por ciento del transporte total.

Henry Ford y Harvey Firestone eran muy buenos amigos, allá por los años veinte, y ambos se llevaban de lo más bien con la familia Rockefeller. Este cariño recíproco desembocó en una alianza de influencias, que mucho tuvo que ver con el desmantelamiento de los ferrocarriles y la creación de una vasta telaraña de carreteras, luego convertidas en autopistas, en todo el territorio norteamericano. Con el paso de los años, se ha hecho cada vez más apabullante, en los Estados Unidos y en el mundo entero, el poder de los fabricantes de automóviles, los fabricantes de neumáticos y los industriales del petróleo. De las sesenta mayores empresas del mundo, la mitad pertenece a esta santa alianza o funciona para ella.

El alto cielo del fin de siglo: en los Estados Unidos se concentra la mayor cantidad de automóviles del mundo y también la mayor cantidad de armas. Seis, seis, seis: de cada seis dólares que gasta el ciudadano medio, uno se consagra al automóvil; de cada seis horas de vida, una se dedica a viajar en auto o a trabajar para pagarlo; y de cada seis empleos, uno está directa o indirectamente relacionado con el automóvil, y otro está relacionado con la violencia y sus industrias. Cuanta más gente asesinan los automóviles y las armas, y cuanta más naturaleza arrasan, más crece el Producto Nacional Bruto.

¿Talismanes contra el desamparo o invitaciones al crimen? La venta de autos es simétrica a la venta de armas, y bien podría decirse que forma parte de ella: los automóviles son la principal causa de muerte entre los jóvenes, seguida por las armas de fuego. Los accidentes de tráfico matan y hieren, cada año, más norteamericanos que todos los norteamericanos muertos y heridos a lo largo de la guerra de Vietnam y, en numerosos estados de la Unión, el permiso de conducir es el único documento necesario para que cualquiera pueda comprar una metralleta y con ella cocine a balazos a todo el vecindario. El permiso de conducir no sólo se usa para estos menesteres, sino que también se exige para pagar con cheques o cobrarlos, para hacer un trámite o para firmar un contrato. El permiso de conducir hace las veces de documento de identidad; son los automóviles quienes otorgan identidad a las personas. 

Los norteamericanos usan una de las gasolinas más baratas del mundo, gracias a los jeques de lentes negros, los reyes de opereta y otros aliados de la democracia que se dedican a malvender petróleo, a violar derechos humanos y a comprar armas norteamericanas. Según los cálculos del Worldwatch Institute, si se tomaran en cuenta los daños ecológicos y otros costos escondidos, el precio de la gasolina tendría que elevarse, por lo menos, al doble. La gasolina es, en los Estados Unidos, tres veces más barata que en Italia, que ocupa el segundo lugar entre los países más motorizados; y cada norteamericano quema, en promedio, cuatro veces más combustible que un italiano, lo que ya es decir.


Esta sociedad norteamericana, enferma de autismo, genera la cuarta parte de los gases que más envenenan la atmósfera. Aunque los automóviles, sedientos de gasolina, son en buena parte responsables de ese desastre, los políticos les garantizan impunidad a cambio de dinero y de votos. Cada vez que algún loco sugiere aumentar los impuestos a la gasolina, los big three de Detroit General Motors, Ford y Chrysler ponen el grito en el cielo y desatan campañas millonarias, y de amplio eco popular, denunciando tan grave amenaza contra las libertades públicas. Y cuando algún político se siente asaltado por la duda, las empresas le aplican la terapia contra ese malestar: como alguna vez comprobó la revista Newsweek, «es tan orgánica la relación entre el dinero y la política, que intentar cambiarla sería como pedir a un cirujano que se hiciera a sí mismo una operación a corazón abierto».

Es raro el caso del político, demócrata o republicano, capaz de cometer algún sacrilegio contra el modo de vida nacional, fundado en la veneración de las máquinas y en el derroche de los recursos naturales del planeta. Impuesto como modelo universal, ese modo de vida, que identifica el desarrollo humano con el crecimiento económico, realiza milagros que la publicidad exalta y difunde, y que el mundo entero querría merecer. En los Estados Unidos, cualquiera puede realizar el sueño del auto propio, y son muchos los que pueden cambiar de coche con frecuencia. Y si el dinero no alcanza para el último modelo, esta crisis de identidad se puede resolver mediante los aerosoles, que el mercado ofrece para dar olor a nuevo al autosaurio comprado hace tres o cuatro años.

Pánico a la vejez: la vejez, como la muerte, se identifica con el fracaso. El automóvil, promesa de juventud eterna, es el único cuerpo que se puede comprar. Este cuerpo animado come gasolina y aceite en sus restoranes, dispone de farmacias donde le dan remedios, y de hospitales donde lo revisan, lo diagnostican y lo curan, y tiene dormitorios para descansar y cementerios para morir.

El promete libertad a las personas, que por algo las autopistas se llaman freewayscaminos libres, y sin embargo actúa como una jaula ambulante. El tiempo de trabajo humano aumenta a pesar del progreso tecnológico, y también aumenta, año tras año, el tiempo necesario para ir y venir del trabajo, por los atolladeros del tránsito, que obligan a avanzar a duras penas y trituran los nervios: se vive dentro del automóvil, y él no te suelta. Driveby shooting: sin salir del auto, a toda velocidad, se puede apretar el gatillo y disparar sin mirar a quién, como a veces ocurre en las noches de Los Ángeles. Drivethru teller, drivein restaurant: sin salir del auto se puede sacar dinero del banco y cenar hamburguesas. Y sin salir del auto se puede, también, contraer matrimonio, drivein marriage: en Reno, Nevada, el automóvil entra bajo los arcos de flores de plástico, por una ventanilla asoma el testigo y por la otra el pastor que, biblia en mano, os declara marido y mujer; y a la salida una funcionaria, provista de alas y de halo, entrega la partida de matrimonio y recibe la propina, que se llama love donation.


El automóvil, cuerpo comparable, se mueve en lugar del cuerpo humano, que se queda quieto y engorda; y el cuerpo mecánico tiene más derechos que el de carne y hueso. Como se sabe, los Estados Unidos han emprendido, en estos últimos años, una guerra santa contra el demonio del tabaco. En una revista, vi un anuncio de cigarrillos, atravesado por la obligatoria advertencia de peligro a la salud pública. La franja decía: El humo del tabaco contiene monóxido de carbono. Pero, en la misma revista, había varios anuncios de automóviles, y ninguno advertía que mucho más monóxido de carbono contiene el humo, casi siempre invisible, de los automóviles. La gente no puede fumar. Los autos, sí.

Con las máquinas ocurre lo que suele ocurrir con los dioses: nacen al servicio de la gente, mágicos conjuros contra el miedo y la soledad, y terminan poniendo a la gente a su servicio. La religión del automóvil, con su Vaticano en los Estados Unidos, tiene al mundo de rodillas: su difusión produce catástrofes; las copias multiplican hasta el delirio los defectos del original.


Por las calles latinoamericanas circula una ínfima parte de los automóviles del mundo, pero algunas de las ciudades más contaminadas del mundo están en América latina. Las estructuras de la injusticia hereditaria y las contradicciones sociales feroces han generado, al sur del mundo, ciudades que crecen más allá de todo posible control, monstruos desmesurados y violentos: la importación de la fe en el dios de cuatro ruedas, y la identificación de la democracia con el consumo, tienen efectos más devastadores que cualquier bombardeo.

Nunca tantos han sufrido tanto por tan pocos. El transporte público desastroso y la ausencia de carriles para bicicletas hacen poco menos que obligatorio el uso del automóvil privado, pero, ¿cuántos pueden darse el lujo? Los latinoamericanos que no tienen coche propio ni podrán comprarlo nunca, viven acorralados por el tráfico y ahogados por el smogLas aceras se reducen o desaparecen, las distancias crecen, hay cada vez más autos que se cruzan y cada vez menos personas que se encuentran. Los autobuses no sólo son escasos: para peor, en la mayoría de nuestras ciudades, el transporte público corre por cuenta de unos destartalados cachivaches, que echan mortales humaredas por los caños de escape y multiplican la contaminación en lugar de aliviarla.

En nombre de la libertad de empresa, la libertad de circulación y la libertad de consumo, se está haciendo irrespirable el aire del mundo. El automóvil no es el único culpable de la cotidiana matanza del aire, pero es el peor enemigo de los seres urbanos. En las ciudades de todo el planeta, el automóvil genera la mayor parte del cóctel de gases que enferma los bronquios y los ojos y todo lo demás, y también genera la mayor parte del ruido y las tensiones que aturden los oídos y ponen los pelos de punta. Al norte del mundo, los automóviles están, por regla general, obligados a utilizar combustibles y tecnologías que, al menos, reducen la intoxicación provocada por cada vehículo, lo que podría mejorar bastante las cosas si los autos no se reprodujeran más que las moscas. Pero al sur, es mucho peor. En raros casos la ley obliga al uso de gasolina sin plomo y de convertidores catalíticos, y en esos raros casos, por regla general, la ley se acata pero no se cumple, según quiere la tradición que viene de los tiempos coloniales. Con alevosa impunidad, las feroces descargas de plomo se meten en la sangre y agreden los pulmones, el hígado, los huesos y el alma.

Algunas de las mayores ciudades latinoamericanas viven pendientes de la lluvia y del viento, que limpian el aire o se llevan el veneno a otra parte. La ciudad de México, la más poblada del mundo, vive en estado de perpetua emergencia ambiental. Hace cinco siglos, un canto azteca preguntaba:

¿Quién podrá sitiar a Tenochtitlán?

¿Quién podrá conmover los cimientos del cielo?


Actualmente, en la ciudad que se llamó Tenochtitlán, sitiada por la contaminación, los bebés nacen con plomo en la sangre y uno de cada tres ciudadanos padece frecuentes dolores de cabeza. Los consejos del gobierno a la población, ante las devastaciones de la plaga motorizada, parecen lecciones prácticas para enfrentar una invasión de marcianos. En 1995, la Comisión Metropolitana para la Prevención y el Control de la Contaminación Ambiental recomendó a los habitantes de la capital mexicana que, en los llamados "días de contingencia ambiental", 

permanezcan el menor tiempo posible al aire libre,

mantengan cerradas las puertas, ventanas y ventilas

y no practiquen ejercicios entre las 10 y las 16 horas.

En esos días, cada vez más frecuentes, más de medio millón de personas requieren algún tipo de atención médica, por las dificultades para respirar, en la que otrora fuera «la región más transparente del aire». A fines del 96, quince campesinos del estado de Guerrero marcharon en manifestación a la ciudad de México, para denunciar injusticias: fueron a parar, todos, al hospital público.

Lejos de allí, en otro día de ese año 96, llovió a mares sobre la ciudad de San Pablo. El tránsito se enloqueció a tal punto que produjo el más largo embotellamiento de la historia nacional. El alcalde, Paulo Maluf, lo celebró:

-Los embotellamientos son señales de progreso.

Mil autos nuevos aparecen cada día en las calles de San Pablo. Pero San Pablo respira los domingos y se asfixia el resto de la semana; sólo los domingos se puede ver, desde las afueras, a la ciudad habitualmente enmascarada por una nube de gases. También el alcalde de Río de Janeiro, Luiz Paulo Conde, elogió los tapones del tránsito: gracias a esta bendición de la civilización urbana, los automovilistas pueden disfrutar hablando por el teléfono celular, pueden contemplar la televisión portátil y pueden alegrar sus oídos con los casetes o los discos compact:

-En el futuro -anunció el alcalde- una ciudad sin embotellamientos resultará aburrida.

Mientras la autoridad carioca formulaba esta profecía, ocurrió una catástrofe ecológica en Santiago de Chile. Se suspendieron las clases, y una multitud de niños desbordó los servicios de emergencia médica. En Santiago de Chile, han denunciado los ecologistas, cada niño que nace aspira el equivalente de siete cigarrillos diarios, y uno de cada cuatro niños sufre alguna forma de bronquitis. La ciudad está separada del cielo por un paraguas de contaminación, que en los últimos quince años ha duplicado su densidad mientras se duplicaba, también, la cantidad de automóviles.

Año tras año se van envenenando los aires de la ciudad llamada Buenos Aires, al mismo ritmo en que va creciendo el parque automotor, que aumenta en medio millón de vehículos por año. En 1996, eran ya dieciséis los barrios de 
Buenos Aires con niveles de ruido muy peligrosos, barullos perpetuos de esos que, según la Organización Mundial de la Salud, «pueden producir daños irreversibles a la salud humana». Charles Chaplin gustaba decir que el silencio es el oro de los pobres. Han pasado los años, y el silencio es cada vez más el privilegio de los pocos que pueden pagarlo.


La sociedad de consumo nos impone su simbología del poder y su mitología del ascenso social. La publicidad invita a entrar en la clase dominante, por obra y gracia de la mágica llavecita que enciende el motor del automóvil: ¡Impóngase!, manda la voz que dicta las órdenes del mercado, y también: ¡Usted manda!, y también: ¡Demuestre su personalidad! Y si pone usted un tigre en su tanque, según los carteles que recuerdo desde mi infancia, será usted más veloz y poderoso que nadie y aplastará a cualquiera que obstruya su camino hacia el éxito. El lenguaje fabrica la realidad ilusoria que la publicidad necesita inventar para vender. Pero la realidad real no tiene mucho que ver con estas hechicerías comerciales. Cada dos niños que nacen en el mundo, nace un auto. Cada vez nacen más autos, en proporción a los niños que nacen. Cada niño nace queriendo tener un auto, dos autos, mil autos. ¿Cuántos adultos pueden realizar sus fantasías infantiles? Los numeritos dicen que el automóvil no es un derecho, sino un privilegio. Sólo el veinte por ciento de la humanidad dispone del ochenta por ciento de los autos, aunque el ciento por ciento de la humanidad tenga que sufrir el envenenamiento del aire. Como tantos otros símbolos de la sociedad de consumo, el automóvil está en manos de una minoría, que convierte sus costumbres en verdades universales y nos obliga a creer que el motor es la única prolongación posible del cuerpo humano.

La cantidad de automóviles crece y crece en las babilonias latinoamericanas, pero esa cantidad sigue siendo poca en relación con los centros de la prosperidad mundial. Los Estados Unidos y Canadá tenían, en 1995, más vehículos motorizados que la suma de todo el resto del mundo, exceptuando Europa. Alemania tenía, ese año, tantos autos, camiones, camionetas, casas rodantes y motocicletas como la suma de todos los países de América latina y África. Sin embargo, en las ciudades del sur del mundo, mueren tres de cada cuatro muertos por automóviles en todo el planeta. Y de los tres que mueren, dos son peatones. Brasil tiene tres veces menos autos que Alemania, pero tiene también tres veces más víctimas. Cada año ocurren, en Colombia, seis mil homicidios llamados accidentes de tránsito.

Los anuncios suelen promover los nuevos modelos de automóviles como si fueran armas. En eso, al menos, no miente la publicidad: acelerar a fondo es como disparar un arma, proporciona el mismo placer y el mismo poder. Los autos matan en el mundo, cada año, tanta gente como mataron, sumadas, las bombas de Hiroshima y Nagasaki: en 1990, causaron muchos más muertes o incapacidades físicas que las guerras o el sida. Según las proyecciones de la Organización Mundial de la Salud, en el año 2020 los automóviles ocuparán el tercer lugar, como factores de muerte o incapacidad; las guerras serán la octava causa y el sida la décima.

La cacería de los caminantes integra las rutinas de la vida cotidiana en las grandes ciudades latinoamericanas, donde la coraza de cuatro ruedas estimula la tradicional prepotencia de los que mandan y de los que actúan como si mandaran. El permiso de conducir equivale al permiso de porte de armas, y da licencia para matar. Hay cada vez más energúmenos dispuestos a aplastar a quien se les ponga delante. En estos últimos tiempos, tiempos de histeria de la inseguridad, al impune matonismo de siempre, se agrega el pánico a los asaltos y a los secuestros. Resulta cada vez más peligroso, y cada vez menos frecuente, detener el automóvil ante la luz roja del semáforo: en algunas ciudades, la luz roja dicta orden de aceleración. Las minorías privilegiadas, condenadas al miedo perpetuo, pisan el acelerador para huir de la realidad, y la realidad es esa cosa muy peligrosa que acecha al otro lado de las ventanillas cerradas del automóvil.

En 1992, hubo un plebiscito en Amsterdam. Los habitantes resolvieron reducir a la mitad el área, ya muy limitada, por donde circulan los automóviles, en esa ciudad holandesa que es el reino de los ciclistas y de los peatones. Tres años después, la ciudad italiana de Florencia se rebeló contra la autocracia, la dictadura de los autos, y prohibió el tránsito de autos privados en todo el centro. El alcalde anunció que la prohibición se extenderá a la ciudad entera a medida que se vayan multiplicando los tranvías, las líneas de metro, los autobuses y las vías peatonales. Y también las bicicletas: según los planes oficiales, se podrá atravesar todo la ciudad, sin riesgos, por cualquier parte, pedaleando a lo largo de las ciclovías, en un medio de transporte que es barato y no gasta nada, ocupa poco lugar, no envenena el aire y no mata a nadie, y que fue inventado, hace cinco siglos, por un vecino de Florencia llamado Leonardo da Vinci.

Modernización, motorización: el estrépito de los motores no deja oír las voces que denuncian el artificio de una civilización que te roba la libertad para después vendértela, y que te corta las piernas para después obligarte a comprar automóviles y aparatos de gimnasia. Se impone en el mundo, como único modelo posible de vida, la pesadilla de ciudades donde los autos gobiernan. Las ciudades latinoamericanas sueñan con parecerse a Los Ángeles, con sus ocho millones de automóviles dando órdenes a la gente. Aspiramos a ser la copia grotesca de ese vértigo. Llevamos cinco siglos de entrenamiento para copiar en lugar de crear. Ya que estamos condenados a la copianditis, quizá podríamos elegir nuestros modelos con un poco más de cuidado.





FUENTE: "Clases Magistrales de Impunidad", Patas Arriba. La Escuela del Mundo al Revés, 1998, Eduardo Galeano. En línea: http://www.ateneodelainfancia.org.ar/uploads/galeanoescuela.pdf








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